La ficción no es un capricho, sino una necesidad. Gracias a ella soportamos la dolorosa imperfección del mundo real. El argumento de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) es absolutamente inverosímil, pero ahí reside su grandeza. La mentira es un recurso inmoral en el terreno de los hechos, pero en el ámbito de la imaginación desempeña un papel sanador.



¿Quién puede creer que Roger O. Thornhill, un ejecutivo publicitario de Nueva York, pueda sobrevivir al acoso simultáneo de la policía y de un grupo criminal que trafica con secretos de Estado? Roger O. Thornhill es un personaje tan irreal como el propio Cary Grant, el mito creado por Archibald Alexander Leach, un actor atormentado por los recuerdos de una infancia en Bristol marcada por la pobreza y el desamparo afectivo.



Cary Grant solía decir que él también deseaba ser Cary Grant, es decir, un hombre elegante, seductor y con un gran sentido del humor, pero que en realidad se parecía más al borracho desaliñado y holgazán que interpretaba en Operación Pacífico (Father Goose, Ralph Nelson, 1964).

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En Con la muerte en los talones, Alfred Hitchcock recurrió al viejo ardid del ciudadano corriente atrapado por azar en una situación insólita y sumamente peligrosa, algo que ya había hecho en otras de sus películas, como Falso culpable, El hombre que sabía demasiado o Extraños en un tren. Thornhill es confundido con George Kaplan, el inexistente agente de la CIA creado para encubrir a un agente real infiltrado en la organización de Phillip Vandamm. Vandamm es un villano ingenioso y exquisito, con trajes perfectamente cortados y la elocuencia de un senador romano. Interpretado por James Mason, es tan poco creíble como Thornhill.



Puede decirse lo mismo de Leonard, su lugarteniente, encarnado por Martin Landau. Este magnífico trío de actores sostiene una trama que no podemos tomarnos en serio, pero que nos hipnotiza desde el primer momento. Algo que habría resultado ridículo en manos de otro director, se convierte en una historia fascinante bajo la batuta de Hitchcock. Sabemos que nos están engañado, pero la idea, lejos de molestarnos, nos complace y nos ayuda a olvidar los sinsabores del día a día.

Conviene aclarar que Thornhill no es un hombre común. Nunca pierde la calma ni el sentido del humor. Cuando lo secuestran, comenta que “un secuestro de vez en cuando no está mal”, pero tiene entradas para el teatro y no quiere perderse la función. Su elegancia deslumbra incluso a Vandamm y Leonard, que elogian su aspecto distinguido.

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En esas fechas, Cary Grant había cumplido 55 años y MGM prefería a Gregory Peck, de 43, pero Hitchcock insistió en que interpretara el papel, pues pensaba —y no se equivocaba— que era el actor mejor dotado para la comedia. Aunque Thornhill soporta toda clase de calamidades, nunca cae en la desesperación, quizás porque todo le parece un juego.



Al principio de la película, engaña a un transeúnte para arrebatarle un taxi, asegurando que su secretaria se encuentra enferma y necesita acercarse a un hospital. No advertimos malicia en su conducta, sino la picaresca de un adolescente. Con solo siete años más, Jessie Royce Landis encarnó a Clara, su madre, una mujer que conoce el carácter travieso y algo infantil de su hijo.



Nunca vemos a Thornhill verdaderamente preocupado, ni siquiera cuando sujeta a Eva Kendall, una sofisticada y bellísima Eva Marie Saint, suspendida de una cornisa del Monte Rushmore. Eva, que se ha enamorado de él, le pregunta por qué se ha divorciado dos veces y Roger contesta que sus esposas se alejaron de su lado porque llevaba una vida muy monótona.

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Durante la escena de la avioneta, Thornhill está asustado, pero no desbordado por el pánico. Utilizar una avioneta fumigadora para disparar contra un hombre parece demasiado enrevesado. Hay formas más sencillas y eficaces de matar. Sin embargo, no nos sentimos incómodos o escépticos. Durante siete minutos, experimentamos la sensación de presenciar una cuidosa coreografía, donde cada ángulo y cada movimiento están prodigiosamente concertados.



Cary Grant corre y rueda por el suelo. No lo hace con torpeza, sino como un bailarín que describe piruetas en la cuerda floja. En la famosa escena de la subasta, ya no es su cuerpo el que danza, sino su mente, que realiza contorsiones asombrosas, provocando perplejidad, hilaridad y estupor. Vandamm y Leonard, sus antagonistas, actúan como el necesario contraste de un juego aparentemente mortal, pero donde hay ligereza y cierto espíritu festivo.



Quizás el personaje más antipático de la película es Leo G. Carroll, “el Profesor”, un agente de la CIA dispuesto a inmolar la vida de Thornhill y a utilizar a Eva Kendall, ignorando cualquier reparo moral. “El Profesor” se justifica con razones de Estado, pero eso solo lo hace más odioso y repelente. Los comentarios sobre la Guerra Fría constituyen el aspecto más endeble del estupendo guion de Ernest Lehman.

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Hitchcock se deja llevar por la ideología de la época, ofreciéndonos una versión maniquea de los hechos. Ahora sabemos que Estados Unidos y la Unión Soviética obraron con la misma falta de escrúpulos. Occidente no protagonizó una cruzada moral. Solo defendió sus intereses. Con el pretexto de proteger la democracia y la libertad, organizó golpes de estado y apoyó a dictadores brutales. Por cierto, Vandamm no es un agente comunista, sino un aventurero y eso le hace más interesante.



Es el rostro más cínico del mal y su relación con Leonard no puede ser más ambigua. De hecho, más que socios parecen amantes. Leonard alardea de “intuición femenina” y Vandamm le acusa de tener celos. Aparentemente se refiere a una posible atracción por Eva Kendall, pero al mismo tiempo flota la sensación de que Leonard siente desplazado y despechado. No parece un simple amigo o colaborador, sino un amante posesivo.

Los títulos de crédito de Saul Bass y la banda sonora de Bernard Herrmann completan un conjunto magistral, casi una sinfonía con un simple y noble propósito: entretener. Esta vez Hitchcock no escarba en el inconsciente, como en Vértigo o Los pájaros, ni plantea grandes dilemas morales, como en Yo confieso o La soga. Solo juega por el placer de jugar, como ya indica el título original North by Northwest, un punto cardinal que no existe en las brújulas. Nada es lo que parece.

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La mansión de Vandamm, inspirada en la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright, solo es un conjunto de decorados. Los interiores de Naciones Unidas no son auténticos, sino reproducciones de estudio, como los primeros planos del Monte Rushmore. Al igual que el famoso mapa del relato de Borges, Hitchcock creó una simulación tan exacta que se sobrepone a la realidad, logrando que nos parezca más verdadera.

Con la muerte en los talones ha soportado muy bien el paso del tiempo. No importa saber lo que va a suceder o conocer los diálogos de memoria. El suspense de Hitchcock se parecen a las canciones de los Beatles. Nunca produce fatiga o hastío. Por el contrario, incita a la repetición gozosa. Volver a ver Con la muerte en los talones es como tararear uno de esos temas de la banda de Liverpool. Salpicas el presente de belleza y luminosidad, y recuperas fragmentos del pasado.



La ficción, ya lo dije, es una necesidad. No solo es una forma de evasión, sino una manera de frenar los estragos del tiempo. Saber que cuando ya no estemos aquí Cary Grant seguirá corriendo mientras le persigue una avioneta, nos hace pensar que el infinito no es una quimera, sino algo real. Esa certeza me parece un argumento más sólido que la prueba ontológica o las cinco vías tomistas. Quizás la eternidad no es un paraíso con árboles frutales y ríos de miel, sino una sesión continua de Alfred Hitchcock.