Edie Sedgwick, la musa de Andy Warhol
- Ha caído en el olvido, pero fue una fuente de inspiración para el padre del 'pop art' y otros referentes de la cultura americana como Bob Dylan.
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Fuiste la musa de Andy Warhol, pero tu infancia discurrió en un rancho, lejos de los locales de moda y de los rascacielos que parpadean en mitad de la noche como las luces de un transatlántico. Aún no soñabas con ser la novia de un niño hipocondríaco que coleccionaba fotografías de actrices y pintarrajeaba una lata de sopa Campbell, persuadido de que la belleza solo era un plástico volando sobre el cielo de Los Ángeles.
Pasaste tu niñez entre torres que escupían cristales negros. Tus pies eran seda entre rastrojos y cieno. Tu carne era una grieta en el viento y tus ojos rodaban como presagios que nadie lograba descifrar. No vivías en el Edén, pese a que tus padres compraron las llaves del mundo y obligaron al infortunio a bajar a un sótano oscuro. No sabían que llevabas la melancolía en las entrañas, palpitando como un amante enloquecido. No sabían que tu vientre era una herida, donde la anorexia se pintaba los labios de purpurina y la bulimia se peinaba su larga cabellera.
Eras la séptima de ocho hijos. El petróleo enriqueció a tu familia. Te educaron preceptores para evitar el contacto con otros niños menos afortunados, pero el alcohol y la psicosis maniaco-depresiva ya se habían encaprichado contigo. Tu hermano Minty descubrió muy pronto que era homosexual. Harto de escuchar agravios y menosprecios, se ahorcó en un patio. Tu hermano Bobby sintió cómo la electricidad besaba sus sienes y chamuscaba su cerebro en un manicomio.
Ni las celdas acolchadas ni los comas inducidos con insulina lograron aplacar su dolor. Por eso estrelló su motocicleta contra un autobús, fugándose de una realidad con hedor a matadero. Al cumplir veinte años, te marchaste a Cambridge, pero en la universidad seguías escuchando los gritos de tus hermanos, azotados por el viento negro de la locura. Soñabas con cuchillos y pájaros moribundos.
Te marchaste a New York. Tu tía tenía un apartamento en Park Avenue, con catorce dormitorios e infinidad de espejos, donde tu belleza fulguraba como un cuerpo desnudo adentrándose en el mar. Empezaban tus quince minutos de fama, en realidad seis años de speed, barbitúricos y champán, donde cada vuelo anunciaba una estrepitosa caída.
Apareciste en Vogue y en Life, pero el mundo de la moda se asustaba con tus vómitos naranjas y violetas. En 1965 conociste a Andy Warhol y subiste las escaleras de The Factory. Descubriste que el paraíso se hallaba en la quinta planta del número 23 de la calle 47 Este en Midtown, Manhattan, New York.
Entre sus espejos rotos y sus paredes de estaño, sucumbiste al vértigo de las anfetaminas y a los globos de papel plateado, donde ya no eras una anoréxica con impulsos suicidas, sino una superestrella, la novia de Andy Warhol, el hijo enfermizo de unos inmigrantes eslovacos que seguía la estela de Salvador Dalí, mezclando arte y codicia, fraude e ingenio, pantomima y tragedia.
Warhol no hizo el amor contigo, pero consiguió que la cámara se enamorara de ti, rodando tus despertares, tus charlas telefónicas, tus vacilaciones a la hora de escoger ropa, tu exquisita forma de envenenarte los pulmones con un cigarrillo tras otro, tus risas al explicar cómo habías dilapidado tu herencia en seis meses comprando abrigos de pieles, viajando en limusinas e invitando a caviar a los desconocidos.
Tus películas eran grandes acontecimientos en The Factory, pero apenas se exhibían en el exterior. Sin embargo, la fama ya había extendido su manto de armiño sobre tus hombros y, aunque los productores de Hollywood te ignoraron, los focos de los estudios se encendían a medianoche para ti. Ya había pasado el tiempo de los grandes estrenos, pero poseías tanto glamur como Theda Bara y Louise Brooks. Te cortaste el pelo y lo teñiste con un spray de color plata. Te compraste camisas de hombre y leotardos negros.
Primero, te abandonó Warhol, que anunció el fin de tu reinado, con la frialdad de un camaleón que ha decidió imitar el esplendor amarillo de un girasol
Con tus enormes pendientes y tus minivestidos, eras la espuma del arte pop. No pretendías ser auténtica. Eras puro artificio y en eso residía tu grandeza.
Habías brillado entre yonquis, drag-queens y estrellas del porno. Te habías deslizado por la cresta del protoglam, agasajada por poetas, músico y pintores, pero sabías que tus quince minutos de fama se habían extendido demasiado. Ahora te esperaba la caída.
Primero, te abandonó Warhol, que anunció el fin de tu reinado, con la frialdad de un camaleón que ha decidió imitar el esplendor amarillo de un girasol. Después, te dejó Dylan. Nunca sabremos si compuso Just Like a Woman para ti o para Joan Baez. Algunos dicen que hicisteis el amor en Chelsea Hotel, tu nueva morada después perder tu corona en The Factory. Norman Mailer se negó a concederte un papel en The Deer Park, con ese desdén de camorrista que disfruta humillando a los débiles.
Pasaste varias semanas en el ala de psiquiatría del Cottage Hospital. El gas de la risa, las sesiones de bondage y los pasteles de marihuana flotaban en tu cerebro como icebergs a la deriva, provocando alucinaciones y ataques de histeria. Te dieron el alta, te casaste, dejaste las drogas, pero la muerte ya te había citado en Beverly Hills. Solo tenías veintiocho años cuando soñaste que en tu pecho brotaban magnolias y un coche de faros amarillentos te invitaba a partir.
Tu conciencia se apagó lentamente, mientras circulabas por una carretera de neón. Ya no eras una dulce muchacha rubia educada en una mansión, sino una pobre chica rubia esperando en la puerta de un cine que se resiste a reconocer que nadie acudirá a su encuentro. Tu infancia susurraba en tu oído, hablando de orquídeas y caballos salvajes. En tu agonía, pensaste que la felicidad era un río con la mirada de un padre compasivo.
Los periódicos dijeron que te habías suicidado o que habías muerto por sobredosis accidental de barbitúricos. Algunos insinuaron que habías imitado a Marilyn para reunirte con ella en la eternidad. Andy Warhol se enteró de tu muerte por teléfono. Una amiga le llamó y le contó que a las 9:20 habías dejado de respirar. “¿Quién heredará todo su dinero?”, preguntó Andy. “Estaba completamente arruinada”. Se formó un breve silencio. “Vaya –prosiguió Andy-. En fin, cuéntame qué has estado haciendo hoy”.
No te aflijas, Edie. Andy era un bastardo, al igual que Dalí. Algunos todavía te queremos. No eres Holly Golightly, la eterna aspirante a actriz que desayunaba frente a Tiffany & Co., sino un astro que aún nos permite soñar con noches eternas y un lejano camerino con las luces siempre encendidas. Querida Edie Sedgwick, tal vez eres la niña que yo no he traído a este mundo.