Hemingway (centro) con el cineasta holandés Joris Ivens y el escritor alemán Ludwig Renn sirviendo como oficial de las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil Española en España en 1937.

Hemingway (centro) con el cineasta holandés Joris Ivens y el escritor alemán Ludwig Renn sirviendo como oficial de las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil Española en España en 1937.

Entreclásicos

Sed de aventuras: el escritor como hombre de acción

  • Algunos escritores se conforman con plasmar sus sueños en el papel. Otros, como Hemingway, Saint-Exupéry o Malraux, trasladan sus sueños al mundo real.
  • Más información: André Malraux: historia de un soñador
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¿Son más propensos los escritores que el resto de los hombres a soñar con una vida llena de aventuras? Es difícil determinarlo, pero ciertamente hay muchos autores que han manifestado su fascinación por los hombres de acción y otros que han fingido serlo mediante embustes e hipérboles. Borges nunca ha ocultado su simpatía por los héroes y los antihéroes, como gauchos, gánsteres y orilleros, rufianes del arrabal que resolvían sus asuntos a cuchilladas.

Cuando veía en el cine cómo "morían valientemente" los gánsteres de Chicago, sus ojos se llenaban de lágrimas. Siempre se sintió muy orgulloso de su abuelo, el coronel Borges, que luchó en la frontera con los indios y murió en la revolución del 74. Un bisabuelo y un tío abuelo también protagonizaron gestas militares, dejando en sus descendientes la idea de que un hombre debía ser valiente.

Borges lamentaba que la literatura contemporánea hubiera descuidado la épica, exceptuando a autores como T. E. Lawrence o Rudyard Kipling. Afortunadamente, el wéstern había mantenido con vida la épica en el siglo XX, si bien muchos consideraban que se trataba de un género menor, lo cual le parecía incomprensible. Borges incluso fantaseó con una muerte heroica.

En su relato “El Sur”, el secretario municipal de una biblioteca de Buenos Aires acepta el desafío de unos gauchos que se burlan de él por aburrimiento. Sin ninguna experiencia en el manejo de armas blancas, empuña el cuchillo que arrojan a sus pies y sale al exterior, sabiendo que sus posibilidades de sobrevivir son inexistentes. Meses atrás, estuvo a punto de morir en un hospital por culpa de un accidente trivial.

La perspectiva de perder la vida a manos de un gaucho le parece infinitamente mejor: "Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado".

Pío Baroja también se sentía atraído por la épica. No en vano el ciclo Memorias de un hombre de acción, compuesto por veintidós novelas, está dedicado a su antepasado el conspirador y aventurero Eugenio de Aviraneta, liberal y masón. En sus novelas, suelen aparecer los alardes de valor, como en Zalacaín el aventurero, donde el protagonista desde niño destaca por su carácter audaz y osado.

Cuando su abuelo lo deja en un cementerio en mitad de la noche y regresa al cabo de las horas, no muestra ninguna inquietud o temor. Al preguntarle si no ha sentido miedo, responde: “Miedo… ¿De qué?”. Al igual que Borges, Baroja no era un hombre de acción. Amante de la vida tranquila y rutinaria, se declara “un puerco de la piara de Epicuro”, pues le gustan los placeres sencillos y moderados.

Sin embargo, en sus novelas proliferan los personajes insatisfechos que ante situaciones de peligro no muestran mucho aprecio por su vida y siempre están dispuestos a salir en defensa de los más vulnerables, como es el caso de Andrés Hurtado y Shanti Andía. En las obras de Ramón del Valle-Inclán, esas actitudes son mucho más acusadas.

El marqués de Bradomín es un donjuán temerario que sonríe a la muerte con el mismo desenfado que exhibe al cortejar a una mujer. Valle-Inclán hubiera deseado borrar la distancia entre personaje y creador. De ahí que se atribuyera proezas ficticias, como haberse recortado la barba para contemplar cómo le amputaban el brazo sin anestesia o un asesinato imaginario a bordo de La Dalila mientras cruzaba el Atlántico camino de México. En la vida real, Valle-Inclán no fue un burgués de existencia anodina, como Baroja, pero sus reyertas y exabruptos no le convierten en un héroe o un hombre de acción.

Sí fueron hombres de acción Hemingway, George Orwell, Antoine de Saint-Exupéry, T. E. Lawrence y André Malraux. Hemingway participó en la Primera Guerra Mundial como camillero de la Cruz Roja, pues le rechazaron como combatiente por sus problemas de visión. Herido de metralla en las piernas, fue condecorado por salvar a un soldado italiano.

Durante la Guerra Civil española, trabajó como periodista y escribió a favor de la causa republicana. En la Segunda Guerra Mundial, recibió una nueva condecoración por su trabajo en distintos escenarios de batalla, como el desembarco de Normandía, si bien no pisó las playas con las tropas estadounidenses, pues los oficiales al mando le consideraron una figura demasiado valiosa y no querían exponer su vida.

Aficionado a la caza mayor y los toros, Hemingway se suicidó con una escopeta de caza, un final muy adecuado para un hombre de acción. Hoy en día, se le acusa de ser un ejemplo de masculinidad tóxica, pero no se puede negar que su peripecia vital es un canto a la aventura, no exenta de exhibicionismo.

Se puede decir lo mismo de T. E. Lawrence y de André Malraux, grandes mitómanos que exageraron su papel como líderes de gestas épicas y a los que sin embargo no se les pueden recriminar gestos machistas. De hecho, todo sugiere que Lawrence era homosexual, si bien reprimió esa inclinación por los prejuicios de su tiempo. Malraux participó en la Guerra Civil española y en la Resistencia francesa contra la ocupación alemana, pero su papel fue menos relevante del que se atribuyó.

En cuanto a T. E. Lawrence, su liderazgo en la rebelión de las tribus árabes contra el imperio otomano ha sido sobredimensionado por la posteridad. El militar y arqueólogo inglés contribuyó a alimentar esa leyenda con dos libros extraordinarios: Los siete pilares de la sabiduría y Rebelión en el desierto. Los historiadores aún no han sido capaces de deslindar los hechos reales de las fantasías o exageraciones de su autor.

La ambigüedad de Lawrence se manifiesta en sus propias reflexiones: “Aquellos hombres que sueñan de noche en las polvorientas recámaras de sus mentes se despiertan de día para darse cuenta de que todo era vanidad, pero los soñadores despiertos son peligrosos, ya que ejecutan sus sueños con los ojos abiertos, para hacerlos posibles”.

Lawrence pertenece a la estirpe de los soñadores despiertos, pues realmente desempeñó un papel importante en la rebelión árabe y se jugó la vida en muchas ocasiones, pero también soñaba de noche. Su mente era una de esas “recámaras polvorientas” que sufren el acoso de la mala conciencia.

Muchas veces se sentía avergonzado, pues no ignoraba que su vida era una encrucijada de paradojas: cultivaba la austeridad y el coraje de la milicia, pero escondía una sensibilidad femenina; admiraba las viejas civilizaciones, pero trabajaba para que sus vestigios quedaran bajo dominio inglés; luchaba para que las tribus árabes superaran sus diferencias y se convirtieran en una nación, pero sabía que la Corona inglesa no cumpliría sus promesas.

André Malraux no soportaba esas tensiones internas. En algunos momentos, bordeó la figura del impostor, pero nunca le quitó el sueño. Organizó la escuadrilla España, pero no era piloto ni sabía gran cosa sobre aviones. Su primera mujer, Clara, le reprochó su atrevimiento y, tras una serie de descalabros, el gobierno de la República le pidió amablemente que dejara la escuadrilla en otras manos. Al parecer, se incorporó a la Resistencia al final de la guerra y no en la primera hora, como dio a entender.

Malraux escribió: “La verdad de un hombre reside en lo que calla”. El autor de La condición humana silenció todo lo que podía menoscabar la imagen que pretendía dejar en la historia. En ese sentido, se parece mucho a T. E. Lawrence, al que admiraba hasta el extremo de escribir un ensayo sobre su vida y obra, titulado El demonio del absoluto. Ambos anhelaban ser recordados como héroes y utilizaron su talento literario para impulsar esa imagen.

George Orwell, otro hombre de acción, no poseía un ego tan descomunal. Policía imperial en Birmania, vagabundo, maestro de escuela, lavaplatos, librero, combatió en el frente de Aragón como voluntario extranjero y sobrevivió a una bala fascista que le hirió en el cuello. Poco después, la represión del gobierno de Negrín contra las milicias del POUM le costó una temporada en la cárcel y casi le envía al paredón.

Orwell solía repetir que la muerte natural siempre era más intolerable que una muerte violenta. No sospechaba que la tuberculosis contraída durante sus años de indigente acabaría con él a los cuarenta y seis años. Orwell ha sido criticado por su anticomunismo y su homofobia, pero su experiencia en la Guerra Civil española explica su aversión al comunismo y sus prejuicios sobre la homosexualidad no son muy distintos de los de la mayoría de sus contemporáneos.

En su caso, no se advierten esa mitomanía y egolatría que caracterizaron a Malraux y T. E. Lawrence. Sí comparte, en cambio, con Antoine Saint-Exupéry, otro verdadero hombre de acción, una mística épica que resta valor al individuo. Los dos apuntan que la grandeza de una misión justifica la inmolación individual.

Orwell no es capaz de disparar a un soldado franquista al que se le caen los pantalones, pero estima que ese gesto sentimental es un error. Saint-Exupéry, que trabaja como corresponsal en la guerra civil española, deplora la represión de la retaguardia republicana, pero en Correo Sur y Vuelo nocturno asume que perder vidas es el precio a pagar por crear una línea aérea de correo postal.

Los aviadores que se estrellan no son vidas malogradas, sino eslabones de una cadena necesaria. No habla por hablar. Como piloto, sufrió muchos accidentes y, finalmente, murió en pleno vuelo durante una misión de reconocimiento en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Admiramos a los hombres de acción, pero olvidamos que familiarizarse con el peligro implica casi siempre restar valor a la vida humana, incluida la propia.



En Vuelo nocturno, uno de los personajes comenta: “si la vida humana no tiene precio, nosotros obramos siempre como si alguna cosa sobrepasase, en valor, la vida humana”. Saint-Exupéry no era un hombre insensible, pero su experiencia como pionero del correo aéreo postal y como piloto de guerra le acercó a la idea de que algunas cosas sobrepasan el valor de la vida humana. Evidentemente, no se refería a cuestiones como la Revolución o la Raza, pero sí pensaba en el Progreso y la Libertad.

“Todos los hombres sueñan, pero no todos lo hacen del mismo modo”, escribió T. E. Lawrence. Los escritores quizás sueñan un poco más que el resto. Algunos se conforman con plasmar sus sueños en el papel. Otros, como Hemingway, Saint-Exupéry o Malraux trasladan sus sueños al mundo real con una fortuna desigual.

Yo estoy más cerca de Baroja que de T. E. Lawrence, pero entiendo su atracción por el absoluto, quizás porque los dos tenemos un físico frágil y la vulnerabilidad suele fantasear con la fuerza. Mi biografía carece de hechos épicos, pero —como Borges— he leído peripecias asombrosas. Me conformo con eso. No me cuesta trabajo admitir que prefiero una mesa camilla con brasero —un artilugio que casi ha desaparecido a una magnífica aventura en los mares de China.