[caption id="attachment_506" width="560"] Una imagen de Far Cry 5[/caption]
Far Cry siempre ha sido una saga de acción de mundo abierto ambientada en entornos exóticos. Las entregas numeradas han ido desde islas tropicales a la sabana africana o la cumbre de los Himalaya, basculando entre acercamientos más serios y realistas a escapadas de corte más fantasioso. Por esa razón, cuando se anunció esta quinta entrega en la feria del E3 del año pasado, llamó la atención por la elección de su escenario: el ficticio Hope County en una muy cotidiana Montana, Estados Unidos. Después de tantos años poniendo al jugador en la piel de un turista virtual por recónditos lugares del planeta, la elección del patio trasero, por así decirlo, parecía justo la renovación creativa que la saga requería después de cinco entregas en otros tantos años (contando los spin-off de Primal y Blood Dragon).
Hope County ha caído bajo el control de una secta ultra religiosa con un discurso apocalíptico radical. El juego da comienzo con una pequeña comitiva de las autoridades competentes tratando de arrestar a su carismático líder, Joseph Seed. La extracción termina en desastre, como era de esperar, y los policías quedan en un condado aislado del mundo exterior donde la secta combate a sangre y fuego las insurrecciones de ciudadanos anónimos. Como el novato de la oficina del Sheriff, la misión principal del jugador es sobrevivir en un entorno rural repleto de extremistas religiosos armados hasta los dientes gracias a las dádivas de la Segunda Enmienda.
Far Cry 5 es probablemente uno de los primeros juegos que se pueden situar claramente en la era post-Trump, pero también uno de los principales exponentes de lo cínicamente calculado que puede llegar a ser el negocio de los videojuegos de alto presupuesto. No tiene sentido andarse por las ramas al respecto. Entre lo que podría haber sido -lo que la atrevida campaña de marketing barruntaba- y lo que ha terminado por llegar al público, hay un abismo descorazonador. Este proyecto tenía el potencial de ofrecer una valiente mirada al estado actual del inconsciente colectivo americano, de la psique de los denominados Flyover States, de una parte de la población con valores tradicionales que se sienten asediados por las supuestas élites costeras y cuya rebelión ha llevado al poder a Donald Trump. Y al mismo tiempo podría haber profundizado en las razones que fomentan el surgimiento de figuras mesiánicas, en cómo se crean las condiciones para que cientos de personas caigan en las garras de sectas destructivas y el papel que ocupa la religión en la mente de los ciudadanos sencillos del interior. El vínculo con la tierra, el sentimiento de alienación, el pavor ante la otredad, la insumisión al progreso social, la desconfianza ante la autoridad gubernamental, el auge del separatismo autosuficiente… Far Cry 5 tenía mucho que decir ambientando la acción en Montana, pero lejos de ofrecer una visión compleja y pertinente, se deshace de las responsabilidades con las que había cargado por voluntad propia y se acobarda en el último momento, justificando todas las acciones de la secta con una mezcolanza de hipnosis y drogas alucinógenas. Es un recurso simplista, manido y perezoso para una faceta narrativa que culmina con un giro de guion final tan cínico como bochornoso y previsible.
En los años anteriores Ubisoft ha lanzado dos juegos que, a pesar de resultar grandes éxitos de ventas, se basaban en premisas muy problemáticas. Tanto The Division como Ghost Recon Wildlands (ambos bajo la marca de Tom Clancy) tonteaban con postulados protofascitas sobre cuestiones tan peliagudas como la guerra de clases o el intervencionismo imperialista, aunque fuera más por torpeza que por otra cosa. Far Cry 5 parecía destinado a despejar cualquier duda que se pudiera haber cernido sobre las posturas de los diseñadores de la casa. Pero no es el caso. En vez de eso, mantiene una equidistancia cómoda, esterilizada, diseñada para no ofender a ninguno de sus clientes potenciales. Es imposible saber qué ha sucedido entre bambalinas, pero pareciera como si los responsables del proyecto hubieran presionado para abordar el tema solo para ver desnaturalizadas sus ambiciones por una andanada de focus groups y estudios de mercado de los mandamases, bajo el pretexto de que ya estaban tentando mucho a la suerte poniendo en el papel de enemigos a americanos corrientes y no a milicias sanguinarias de algún país tropical.
Lejos de la misión principal, meramente funcional, el juego alberga algunos detalles de sátira afilada. Desde referencias a la controvertida práctica política del Gerrymandering (el redibujado de los districtos electorales) a la supuesta existencia de una cinta comprometedora que un mandatario ruso podría utilizar para extorsionar al presidente. Muchos de los personajes que pueblan el mundo son realmente estrambóticos, caricaturas amables de estereotipos convencionales. En esos momentos el título abraza la locura inherente del diseño jugable. Al fin y al cabo, Far Cry 5 es un juego donde puedes pretender ser Rambo mientras te acompaña un oso grizzly llamado Cheesseburger (con una estricta dieta de salmón por su diabetes) y te cubre desde el aire una señora de mediana edad que vocifera su acuerdo de divorcio mientras pilota Tulipán, su helicóptero con cañones ametralladores.
Esta inconsistencia tonal resulta confusa y desorientadora, como si la narrativa fuera obra de dos escritores con opiniones contrarias sobre la dirección del proyecto. No puedes presentar situaciones de ultraviolencia, diseñadas para horrorizar al jugador por el salvajismo indiscriminado de la secta, para justo después hacer chistes sobre las propiedades culinarias del festival de los testículos. O mejor dicho, puedes hacerlo, pero solo si tienes la pericia suficiente para poder manejar los tiempos en una experiencia de mundo abierto. Algo extremadamente difícil.
Dejando a un lado los problemas inherentes a la narrativa central, el juego presenta una recreación magnífica del entorno natural del Pacífico Noroeste. Navegar por el escenario (montañas, bosques, ríos y lagos) es un verdadero placer, y aporta muchos argumentos de peso para visitar una zona casi deshabitada del gran continente americano. Dan Romer, nominado al Oscar en cuatro ocasiones, se ha encargado de componer una banda sonora absolutamente perfecta. Enraizada en las tradiciones del mejor Gospel y el mejor Country, las canciones que suenan de manera orgánica en el mundo (a través de la radio de los coches o los transistores de sus habitantes) transmiten los mensajes de la secta, pero tanto la melodía como la instrumentación son simplemente brillantes.
Far Cry 5 pone sobre la mesa muchos temas de calado, pero luego se niega a decir nada al respecto, contentándose con ofrecer una experiencia jugable con los cambios necesarios a la fórmula para que merezca la pena aceptar el viaje que propone. Es un recordatorio de los rígidos límites que coartan la libertad creativa de estos blockbusters, mastodontes con presupuestos de decenas de millones de dólares. Es evidente que en el equipo de Ubisoft Montreal hay muchísimo talento, y muchas ganas de llevar el medio a nuevos límites, pero para ello es necesario arriesgar. Y es que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.