Estos tiempos de confinamiento son los más indicados para abordar aquellas aventuras que por su extensión requieren de un compromiso de mayor envergadura. Los juegos de rol, en particular, se antojan como el remedio perfecto por el ofrecimiento que nos hacen de evadirnos a un mundo de fantasía donde las cosas, por muy maravillosas que sean, están supeditadas a nuestro control. Las reglas están claras y apenas hay sorpresas. Por muchos obstáculos que se presenten en el camino, la perseverancia y el ingenio son herramientas suficientes para superarlos. No es una mala propuesta cuando asistimos a la mayor defenestración de nuestra hubris colectiva imaginable. Estamos viendo cómo el mundo está cambiando de manera irremediable, y cuando la realidad no ofrece más que la más aviesa incertidumbre, Dragon Quest XI: Ecos de un pasado perdido nos brinda un espacio seguro, familiar y amable. Una oportunidad de solaz muy bien construida.
En el mundo de Erdrea, el protagonista encarna a un joven que en la ceremonia del paso a la edad adulta de su pueblo descubre que una marca en la mano le confiere un poder extraordinario. Sus padres adoptivos revelan que lo descubrieron de niño a la orilla de un río con una carta que le instaba, cuando fuera mayor de edad, a acudir al rey de Heliodor y así cumplir con su destino. Pero cuando consigue una audiencia, el rey lo identifica como una entidad malvada y lo encierra en las mazmorras al mismo tiempo que despacha a sus ejércitos para arrasar con el pueblo que lo acogió. En prisión se encuentra con un ladrón, Erik, que le identifica como el Luminario, el elegido del árbol sagrado Yggdrasil para combatir el mal en Erdrea. Juntos se embarcan en una gran aventura por todo el mundo, reclutando a nuevos compañeros por el camino, mientras escapan de las huestes del rey de Heliodor e investigan los orígenes del Luminario en el reino devastado de Dúndrasil.
Joseph Campbell estableció la teoría del monomito en su obra seminal El héroe de las mil caras (1949), donde resaltó el vínculo existente entre las diferentes mitologías de las civilizaciones alrededor del mundo, y cómo los arquetipos responden a unas características comunes a la raza humana. George Lucas reconoció su influencia a la hora de desarrollar el mundo y la narrativa de Star Wars, pero sus esquemas se pueden aplicar a una gran mayoría de cuentos clásicos y de producciones narrativas más modernas. Hay cuestiones que permanecen constantes, y Yuji Horii, productor y legendario guionista de la saga, parece haber reunido todos los elementos en Dragon Quest XI. El concepto de un héroe elegido por una fuerza superior, que es identificado con una marca en su cuerpo, que es rescatado de las aguas siendo un recién nacido, que requiere de una espada mágica para combatir el mal, que se embarca en una misión que implica el paso de sucesivos umbrales… Todo parece sacado de un manual de escritura cinematográfica. Aunque esta circunstancia reduce el número de sorpresas que esconde la trama, también refuerza el principio activo con el que se ha desarrollado el juego. Es una vuelta a los clásicos, y tiene la mirada fijamente puesta en el pasado.
El Dragon Quest original salió para la primera consola de Nintendo en Japón en 1986, y se convirtió en un referente para los juegos de rol que vendrían después. Pero mientras Final Fantasy siempre ha tratado de evolucionar en sus mecánicas y sus mundos, Dragon Quest ha sido mucho más conservador, hasta el punto que, hoy en día, casi toda su identidad está radicada en la nostalgia. Esto se traduce en un combate por turnos que, por muy pulido que esté y por muy efectista que parezca, está sacado de la década de los ochenta. No quiere decir eso que no sea efectivo o interesante, pero es sin duda una modalidad mucho más estática de lo habitual para los tiempos que corren.
La versión de Switch que salió a finales del año pasado se lanzó bajo el título Dragon Quest XI: Ecos de un pasado perdido Versión Definitiva S, y viene con una serie de añadidos, mejoras y opciones que merece la pena destacar. Para empezar, la más importante, es la posibilidad de seleccionar la versión sinfónica de las partituras, en vez de la música digitalizada. Luego está el doble doblaje, en japonés e inglés. También incluye la posibilidad de jugar todo el juego en un modo clásico en dos dimensiones , un toque retro que otorga al juego la forma de uno lanzado a principios de los noventa, así como la opción de viajar a mundos de otros Dragon Quest pretéritos en este modo. Por último, el juego rellena ciertos huecos en la trama en torno a su ecuador, siguiendo muy de cerca las peripecias de los personajes secundarios, pero la verdad es que no aportan mucho y solo en algún caso puntual ayudan a perfilar mejor las motivaciones del personaje.
Donde sí que da el do de pecho es en el aspecto audiovisual, con un estilo animado propulsado por los diseños de Akira Toriyama (el artífice de la franquicia Dragon Ball) y con la música del reconocido Koichi Sugiyama. La versión sinfónica de las partituras realmente están a un nivel excelente, si bien su número resulta algo escaso para una aventura que se acerca con facilidad al medio centenar de horas. También es reseñable el cuidado que se ha puesto en la localización, con un guion muy extenso que sigue una estructura clásica pero que ha conseguido desarrollar unos personajes interesantes, si bien no están todos al mismo nivel. Los diálogos resultan frescos a pesar de cierto acartonamiento derivado del tono infantil que permea la aventura, un tono que busca emular el ambiente y la épica de los cuentos clásicos pero que sortea con tino los peligros de caer en excesos pueriles.
Uno de los elementos que más arriesgan en cuestiones de representación es la caracterización queer de uno de los personajes principales, Sylvando. Introducido como un acróbata de circo con una debilidad por el espectáculo, su personalidad está compuesta de dramatismo y manierismos a partes iguales. Es tan excesivo que al principio parece entrar en el terreno de lo paródico, pero pronto queda claro que el juego no realiza ningún tipo de juicio sobre su personalidad colorida. Es evidente que en la composición del personaje entran consideraciones socioculturales que podrían aportar un contexto muy valioso, sobre todo en lo concerniente a las diferencias a la hora de abordar la cuestión queer, pero resulta llamativo cómo los demás personajes del grupo aceptan todas sus, a falta de un término mejor, afectaciones. Un ejemplo más gravoso sobre las diferencias Japón-Occidente se encuentra sin embargo en el diseño de Jade, innegablemente sexualizado. Algo que, para más inri, luego tampoco encuentra justificación alguna en la trama o en su psicología interna.
El mundo de Erdrea encuentra su inspiración en las diferentes culturas alrededor del mundo real, y casi todas sus ciudades establecen claros homenajes a sus referentes. Dragon Quest XI propone una aventura épica con la que recorrer todos los rincones, y a pesar de que la trama tiene un giro de guion bastante oscuro y dramático, en el fondo es una evasión agradable, sencilla, muy alejada de la exigente complicación que suelen acarrear otros juegos de rol. Resulta terco en su clasicismo, pero dentro de los rígidos parámetros que ha diseñado para sí, lo hace todo sorprendentemente bien.