En muchos países de la cultura occidental, consideramos el espacio privado de nuestro domicilio algo sagrado. En el cine existe todo un subgénero de terror dedicado al allanamiento de morada, el conocido como Home Invasion. Consideramos la intromisión en nuestro espacio privado como una agresión a nuestra intimidad de una violencia extrema. Pocas cosas más terroríficas podemos ver en las noticias que las informaciones sobre bandas de albano-kosovares entrando en chalets y sometiendo a sus ocupantes a un infierno para despojarles de sus posesiones más valiosas. Nuestra casa es nuestro castillo. Miramos con cierta envidia a las leyes americanas del Stand Your Ground y criticamos con dureza al estado cuando surgen polémicas a raíz de extemporáneas patadas en la puerta de policías o asaltos que terminan en la muerte del asaltante. Twelve Minutes imagina este escenario de pesadilla como vehículo para ejercer una profunda exploración interior que saque a relucir los secretos más oscuros de una persona.
Un hombre llega a casa después del trabajo. Ya ha cenado pero su mujer ha preparado un postre especial. Cuando se sientan a la mesa, a la luz de las velas y con un tango de Carlos Gardel en la radio, la mujer pone una caja con papel de regalo sobre la mesa. Dentro, un pijama de bebé. Sin embargo, la buena nueva es interrumpida por unos fuertes golpes en la puerta de alguien que se identifica como policía y que dice portar una orden de registro. Cuando abren la puerta, el supuesto policía se abalanza sobre ellos y los inmoviliza en el suelo con unas bridas de plástico mientras acusa a la mujer de haber matado a su padre ocho años antes. Las protestas no sirven. El policía exige conocer el paradero de un reloj. La mujer no sabe nada. La paciencia del policía se agota, va hacia el protagonista y empieza a asfixiarle ante los gritos angustiados de la mujer. De repente, el hombre vuelve a encontrarse traspasando el umbral de su casa. La mujer sale del baño, le besa y le dice que ha preparado un postre especial.
El nuevo juego de Annapurna Interactive ha aunado en torno a sí un gran nivel de expectación, en parte por la naturaleza de la propuesta y su radical perspectiva cenital, pero en parte también por el espléndido reparto reunido. Detrás de la idea está Luis Antonio, un diseñador con amplia experiencia en grandes estudios como Ubisoft o Rockstar Games que se ha pasado los últimos siete años iterando sobre el concepto. Estamos en un punto de efervescencia para los bucles temporales en el diseño de videojuegos, una idea sencilla que se adapta especialmente bien al lenguaje del medio, ya que permite la experimentación total en el espacio de posibilidad. El apartamento del juego es diminuto, apenas dos habitaciones de unos quince metros cuadrados cada una y un baño. El bucle tiene una duración máxima fijada, pero lo más probable, sobre todo al principio, es que cada segmento dure mucho menos, en torno a seis o siete minutos. Con estas condiciones, la repetición es inevitable y conforma el gran pecado de Twelve Minutes.
Luis Antonio quiere que el jugador estudie al milímetro las cuatro dimensiones de ese microespacio que es el apartamento, cada uno de los elementos físicos y el orden de los acontecimientos, de los que no parece haber escapatoria. La tragedia se presenta implacable. Es la lucha de un héroe de Sófocles contra el tejido de las Moiras, una empresa tan fútil como imperiosa. Cada vez que el hombre traspasa el umbral de su casa, el bucle se reinicia. No hay escapatoria posible. El horripilante timbre del ascensor anuncia la llegada del policía, un hombre poderoso ante quien la resistencia física es imposible, por lo que es necesario buscar alternativas para poder sobrevivir el lance y resolver el bucle. En la búsqueda de opciones en un tiempo limitado y la necesidad de intentar cosas en momentos concretos, la repetición puede llegar a hacerse muy farragosa. Existen algunos atajos, pero Luis Antonio no ha implementado un sistema para hacer más eficiente el modelo de ensayo y error que requiere para descubrir nuevos caminos. Al mismo tiempo, las animaciones y las interacciones pueden resultar toscas y el sistema de control (el point and click de las aventuras gráficas tradicionales) no se adapta muy bien al mando de consola. La constante perspectiva cenital hace que no se distingan los rasgos de los personajes, una decisión consciente sin duda, que busca crear cierta distancia con la ordalía del matrimonio al mismo tiempo que encuadra con rotundidad el espacio de posibilidad.
Ningún análisis de Twelve Minutes, sin embargo, puede estar completo sin unas palabras sobre los temas que trata y el polémico desenlace, por lo que a continuación incluiré destripes sobre la narrativa, aviso que incluyo en consideración a posibles incautos que quieran reservarse las sorpresas. El gran plot twist que espera al final del juego es el descubrimiento de que todo es una alucinación provocada por una intensa terapia. Durante la mayor parte del juego parece que el objetivo es impedir que el policía entre en el apartamento y que el hombre pase una agradable velada con su mujer. Sin embargo, cuando después de muchas peripecias lo consigue, el bucle vuelve al principio. Hay algo más que desentrañar, el terrible secreto que puede destruir por completo ese pequeño reducto de felicidad, mucho más que la agresión violenta del invasor: el hombre y la mujer son hermanos que mantienen una relación incestuosa. Cuando el protagonista entiende esto, vuelve en sí y reconoce que el invasor no solo es el padre que ambos comparten, sino un terapeuta que está intentando convencerle de la necesidad de romper la relación. Es ahí cuando se presenta la decisión que lleva a diferentes finales.
La anagnórisis incestuosa tiene una historiada tradición en el teatro, de Sófocles a Tracy Letts (autor de August: Osage County, premio Pulitzer 2008 y más tarde adaptada al cine). También forma parte sustancial de películas tan icónicas como la coreana Old Boy (2003). No por ser un tabú ha dejado de explorarse con asiduidad, aunque es cierto que no recuerdo otro caso donde haya ocupado un lugar tan preponderante en la trama de un videojuego. En cualquier caso, el incesto de por sí no es un problema, pero todo el envoltorio melodramático que lo rodea sí lo es. Luis Antonio no ha sido capaz de construir un trasfondo convincente para tan estrambótica situación. Hay demasiadas coincidencias y pérdidas de memoria oportunas para que el castillo de naipes se sostenga. Otro de los elementos que resulta moralmente cuestionable, a la par que interesante, y que el juego no explora mucho es cómo el bucle temporal convierte a los personajes en recursos que el protagonista puede explotar sin remordimiento en la búsqueda de la solución, una deshumanización paulatina donde los personajes se convierten en piezas del puzle que manipular a conveniencia. ¿Si todas las acciones se revierten al volver al principio del bucle y los personajes no recuerdan nada, esas acciones reprobables han llegado a tener lugar? ¿La violencia que el protagonista ejerce para conseguir la información que necesita lo envilece como persona si sus acciones quedan invalidadas por el reinicio temporal? Aquí hay unas preguntas en las que Luis Antonio podría haber profundizado mucho más, cuanto menos en consideración al jugador al que le hace pasar tan mal rato.
En definitiva, Twelve Minutes es un juego muy interesante, con un reparto de película que a la postre no consigue cumplir con el potencial de su premisa. La excesiva repetición que requiere y un par de momentos donde se pasa de rígido (el dichoso interruptor del dormitorio) ensombrecen su, por otra parte, increíble profundidad en el diseño. En apenas treinta metros cuadrados, el juego ofrece un buen número de horas de experimentación y descubrimiento. La atmósfera opresiva, rebozada en el estilo de Stanley Kubrick y David Fincher, y las comprometidas actuaciones de los actores, sobre todo de un Willem Dafoe espeluznante, hacen que merezca la pena sumergirse en lo que propone. Es otro ejemplo de un juego ampliando, aunque sea de forma leve, los horizontes del medio, encaminándolo a una consideración art-house que ya resulta inevitable, con todo lo que eso implica. Es decir, una posible avalancha de juegos valientes y juegos presuntuosos. Twelve Minutes es un poco de ambos, pero nadie puede negar su ambición bienintencionada.