Durante los primeros veinticinco años, más o menos, la industria del videojuego se esmeraba en preparar paquetes atractivos en torno al software. Elementos paratextuales, si se quiere, que ampliaban la experiencia, la contextualizaban o, en algunos casos, se convertían en esenciales para progresar en el juego. Todavía recuerdo bien los primitivos sistemas anti-piratería de las aventuras gráficas de LucasArts, a principios de los 90. Básicamente, para acceder al juego había que utilizar un cachivache que funcionaba como una clave para descifrar un código que aparecía en pantalla. El de The Secret of Monkey Island, por ejemplo, era una rueda con piratas que revelaba una serie de fechas. En Indiana Jones and the Last Crusade se incluía un diario con diferentes entradas que aportaban pistas para solucionar los puzles. Más adelante, Hideo Kojima, con el primer Metal Gear Solid, se preocupó de poner un pantallazo en la contracarátula del disco que revelaba la frecuencia de radio de Meryl, un dato crucial para progresar en la historia y al que hacían referencia dentro del juego (el propio Coronel decía que se había olvidado y luego indicaba a Snake que mirara en la parte trasera de la caja). Metal Gear Solid pasaría luego a romper la cuarta pared de maneras más espectaculares (inolvidables los juegos mentales de Psycho Mantis amenazando con borrarnos las partidas guardadas de otros juegos).
Sin embargo, a mediados de la década de los 2000, las compañías editoras empezaron a darse cuenta de que podían ahorrarse un montón de costes reduciendo todos estos elementos. Con las autenticaciones digitales, los elaborados sistemas antipiratería cayeron en desuso, pero la principal víctima de este adelgazamiento fueron los manuales, que se redujeron a la mínima expresión. Los desarrolladores lo trataron de compensar ampliando y mejorando los tutoriales, pero es innegable que en esa transición se perdió gran parte de la mística que acompañaba a estos videojuegos de las primeras hornadas. Eran más productos de entretenimiento que piezas culturales exigentes y hasta impenetrables en algunos casos. Los videojuegos se convirtieron en un medio masivo y se hizo un esfuerzo ímprobo por dinamitar cualquier barrera a la entrada. De ahí vienen acercamientos como el de Wii de Nintendo. La industria quería llegar a todo el mundo y quería eliminar al máximo la frustración que podían sentir los neófitos. El inopinado éxito de Dark Souls y las ideas de Hidetaka Miyazaki permitieron la creación de un nicho que fuera a contracorriente, pero los manuales, salvo algunas excepciones contadas en ediciones para coleccionistas, nunca volvieron.
Tunic se mira en el espejo de Zelda y Dark Souls tanto que podría parecer derivativo. No obstante, su genialidad estriba en la manera que ha rescatado los manuales de una época pretérita para apuntalar la opacidad de su diseño. El pequeño zorro protagonista llega a la isla del juego sin nada encima, solo la túnica a la que quizá da nombre el juego, completamente desvalido. Ni él ni nosotros por extensión entendemos ninguno de los carteles desperdigados por el mundo, escritos en una lengua extraña. ¿Qué hay que hacer? ¿Cómo se juega? ¿Qué reglas rigen este mundo? La ausencia de información básica puede resultar desconcertante. Los primeros compases se pueden resolver a base de prueba y error, pero pronto queda claro que el juego tiene mucha más enjundia de la inicialmente prevista. Es aquí donde entran en escena las páginas del manual, repartidas por la isla como si fueran un elemento jugable más. Conforme recopilamos más y más páginas de este metalibro, más posibilidades de éxito tenemos para descifrar la complejidades de Tunic. Así encontraremos la información para activar los misteriosos dispositivos que abren puertas, cómo utilizar los elementos que aumentan las capacidades de combate del protagonista, los mapas de los diferentes niveles que se muestran fundamentales para descubrir todos los secretos… Y lejos de ser un manual aséptico y frío, el cuidado que se ha ejercido en el diseño gráfico es digno de elogio, no solo por lo bien que transmite la información sin apenas palabras, sino por los secretos que esconde y la narrativa que transmite en un nivel subyacente.
Por todas sus virtudes, Tunic no evade ciertas frustraciones. El sistema de combate es bastante sencillo y resulta funcional hasta la segunda mitad de la aventura, cuando la exigencia sube de manera dramática, tanto por el volumen de enemigos como por los ases que se esconden bajo la manga. La perspectiva isométrica, que el juego utiliza constantemente para esconder los caminos y las soluciones, juega algunas malas pasadas en el meollo de la acción. Su firme apuesta por la opacidad exige hacer acopio de paciencia y volver sobre nuestros pasos de manera más frecuente de lo deseable, una circunstancia que se vuelve más gravosa por culpa de un sistema de viaje rápido confuso y no siempre muy útil. La cantidad de vueltas que hay que dar al mapa puede llegar a ser desesperante. No es un juego perfecto, ni mucho menos, pero en una industria donde los equipos de desarrollo no han parado de crecer hasta llegar a los miles de personas en diferentes estudios alrededor del mundo, no deja de resultar romántico que una sola persona haya conseguido llevar a buen término sus ambiciosas ideas. Son siete años de trabajo intenso y aunque no consigue depurar todas las imperfecciones de su propuesta, el concepto del manual sobre el que se asienta todo es simplemente brillante. Andrew Shouldice ha realizado un acercamiento nostálgico que no se concentra en explotar un sentimentalismo burdo, sino en reflexionar sobre unas formas y unos métodos que la propia evolución del medio dejaron obsoletos, y todo lo que se perdió con ello. Ya solo por eso, Tunic merece la pena.