David Jaffe es un tipo curioso. Empezó en la industria de los videojuegos muy joven, como todos en aquella época, y uno de los primeros juegos en los que trabajó como diseñador se convirtió en un éxito fulgurante para Sony y la primera PlayStation. Twisted Metal (1995) era una mezcla entre Super Mario Kart y Doom, con coches armados con metralletas y lanzacohetes luchando en un escenario postapocalíptico.

Era una idea sencilla, pero gracias al multijugador local, lo suficientemente divertida como para iniciar una saga. Jaffe volvió en Twisted Metal Black (2001), la entrega mejor valorada, antes de trabajar en el que siempre será su principal triunfo: God of War (2005). Todos sus juegos desprenden una concepción del medio infantiloide, sin grandes aspiraciones, muy centrada en un consumidor adolescente y visceral, de apetitos mundanos. 

Sus títulos se enmarcan en la explosión iconoclasta de los noventa, cuando los estudios americanos decidieron desafiar el dominio japonés de Mario, Sonic y Final Fantasy con la violencia descarnada de Doom y Mortal Kombat, apelando a las tripas sin excusas ni remordimientos. Incluso God of War (2005), por todo su revestimiento mitológico, no era más que un pastiche de las fantasías de poder de los adolescentes americanos del momento, con representaciones que ya por aquel entonces se intuían caducas.

Jaffe capitaneó un reboot de Twisted Metal en 2012 para PlayStation 3 que no funcionó a nivel comercial y tuvo una recepción crítica más bien discreta para luego enzarzarse en el shooter Drawn to Death (2017) con consecuencias catastróficas, un fracaso colosal que a todos los efectos le expulsó de la industria. En los últimos años, ocupa su tiempo como youtuber, esparciendo por doquier sus cáusticas opiniones sobre absolutamente todo, también sobre una industria que lo dejó atrás sin que él se diera cuenta antes de llegar a la mediana edad.

Es muy probable que su personalidad abrasiva también tenga mucho que ver en el devenir de los acontecimientos, pero es innegable que Jaffe formaba parte de la escuadra de dinosaurios recalcitrantes que no hacían más que poner palos en las ruedas para que los videojuegos se liberaran de los arquetipos perniciosos de los noventa. Cuando los estándares se elevaron con la eclosión de la escena independiente, máximo catalizador de los cambios acaecidos en los últimos quince años, figuras como la suya perdieron toda relevancia. Y también obras como Twisted Metal.

Por eso, cuando PlayStation Productions anunció que iba a colaborar con Universal para hacer una adaptación en forma de serie de televisión, el movimiento me pareció incomprensible. La estrategia transmedia de la compañía ha sido muy agresiva, pero todas sus propuestas tenían sentido. Uncharted, The Last of Us, Ghost of Tsushima, Horizon, God of War... Todas estas propiedades intelectuales están dotadas de personajes entrañables, grandes conflictos morales y una incalculable sensibilidad dramática.

['Venba', los platos amargos de los inmigrantes de primera generación]

Son obras que fueron concebidas con un cariz cinematográfico innegable. Hasta Gran Turismo, con su esquema de biopic inspirador, tiene sentido. Incluso desde el cínico punto de vista del marketing, todas estas son franquicias muy poderosas que han generado cientos de millones de dólares para Sony y cuyo interés por mantenerlas relevantes en el imaginario colectivo es tan obvio como natural.

Nada esto aplica en el caso de Twisted Metal. Que además haya sido uno de los proyectos a los que se ha dado mayor prioridad desafía cualquier conato racionalista. Sin apenas razones para justificar su existencia, quizá la mayor sorpresa de todas es que la serie no sea un completo despropósito.

Desde luego, está muy lejos de los parámetros y estándares de HBO, de Craig Mazin y de Neil Druckmann. También del presupuesto. Anthony Mackie no es Pedro Pascal y Stephanie Beatriz no es Bella Ramsey. Es una comedia negra estrambótica con una fascinación malsana por la violencia extrema y unos cambios tonales tan repentinos que a buen seguro causarán todo tipo de latigazos en las cervicales del espectador, pero no sin sus momentos inspirados.

La premisa es muy simple. John (Anthony Mackie) es un piloto que lleva paquetes de un asentamiento a otro en unos Estados Unidos que llevan décadas sumidos en la ley de la selva tras el colapso de la sociedad. Recibe una misión para ir de Los Ángeles a Chicago y vuelta y por el camino se topa con una mujer muda que clama venganza contra Stone, un dictador con ínfulas. Por el camino se topan con todo tipo de psicópatas y algunos supervivientes que han sido capaces de crear sus propias

comunidades.

'Twited Metal'

En muchos aspectos, Twisted Metal es Mad Max de marca blanca, sin ninguno de los valores de producción ni el talento de las películas de George Miller, pero con personajes tan estrafalarios que no desentonarían en el universo del australiano. Sobre todo es el caso de Sweet Tooth, un payaso asesino con ínfulas teatrales y una imprevisible esquizofrenia que entra y sale de la historia de manera arbitraria. Will Arnett le pone voz mientras el gigantesco luchador Samoa Joe aporta el cuerpo en una curiosa interpretación dual que resulta factible por la sempiterna máscara diabólica que luce el personaje.

La dupla protagonista es insufrible desde el primer momento, con comentarios ácidos, chistes malos y un comportamiento ilógico por regla general. Todo el mundo va tan pasado de rosca que nada parece importar. Por eso resulta tan desconcertante cuando la serie cambia de registro de improviso y trata de que el espectador simpatice con el pasado traumático de los personajes (héroes y villanos por igual), cuando en la escena siguiente actúan como si nada.

[Anita Sarkeesian echa el cierre a Feminist Frequency]

El caso más dantesco es el del personaje interpretado por Stephanie Beatriz (más conocida como Rosa en Brooklyn Nine-Nine), una mujer supuestamente muda por los horrores a los que fue sometida durante su esclavitud en Orange County, pero que tras ver cómo su hermano es obligado a suicidarse para salvarla, no tiene ningún problema en empezar a hablar con el protagonista, iniciar una relación romántica y hacer chistes. Todo en cuestión de días, como de manera autoconsciente ella misma señala.

Aunque en un principio no lo parece, al terminar la temporada queda claro que es una adaptación bastante cercana al material original, por mucho que la premisa básica de esos juegos no fuera más que una excusa para reventar coches en un todos contra todos. La serie ha sido un éxito moderado para Universal, por lo que es bastante probable que dentro de un par de años veamos otra temporada.

Con tantas ideas y mundos tan fascinantes que adaptar, no tiene mucho sentido dedicar recursos a una propuesta tan inane. Como adaptación de videojuegos, probablemente sea la peor que veamos este año. Pero hasta eso indica un cambio de paradigma. Porque no hace mucho tiempo, la peor adaptación del año era una competición acalorada entre subproductos de serie Z que parecían tapaderas para lavar dinero más que otra cosa.