Geoff Keighley es un personaje controvertido. A pesar de su apariencia juvenil, este canadiense lleva casi treinta años trabajando en los márgenes de la industria del videojuego. Empezó siendo apenas un adolescente escribiendo para revistas y muy rápidamente consiguió su propio programa de televisión en el canal americano Spike.
Desde los comienzos, su obsesión era crear una ceremonia que siguiera los pasos de los Oscar, reconociendo los méritos artísticos de los juegos lanzados cada año. Sus padres, altos ejecutivos de Imax, pertenecían a la Academia de cine estadounidense, lo que le granjeó un acceso privilegiado al mundo del espectáculo, además de inculcarle la celebrity culture que ha sacado a relucir siempre que ha podido.
Tras diez años en Spike organizando una gala de premios muy centrada en el público adolescente del canal (los Video Game Awards), en 2014 decidió montar su propia ceremonia de manera independiente. Los inicios de The Game Awards son ciertamente humildes. Tuvo que poner un millón de dólares de su propio dinero y aceptar una publicidad intrusiva de compañías como Gillete para financiar un evento que apenas llegaba a unos pocos millones de espectadores a través de internet (de 2 a 4 durante las tres primeras ediciones).
Pero poco a poco se fue ganando a los principales actores de la industria y una vez consiguió abrirse las puertas de China, los números explotaron hasta llegar a los 118 millones de espectadores de la última gala. Son cifras que llegan a triplicar la audiencia de los Oscars, depende de a quién preguntes. ¿Cómo lo ha conseguido?
Hollywood se inventó el star system en los años 30 y aunque hoy en día palidece con lo que una vez fue, sigue viviendo de las rentas. Sus actores son caras reconocidas que gastan millones en su apariencia y que están apadrinadas por las principales marcas para revestir de un glamour innegable sus ceremonias más destacadas.
La industria del videojuego no tiene eso. Los desarrolladores han sido tradicionalmente gente introvertida cuyo oficio les obligaba a pasar horas interminables frente a la pantalla del ordenador, con su consecuente déficit en las relaciones sociales. Al mismo tiempo, las grandes editoras han hecho todo lo posible por centrar la atención en sus marcas, en las creaciones en detrimento de los creadores.
Las cosas están cambiando a pasos agigantados, pero digamos que la mitomanía presente en el medio, salvo algunos casos destacados, sigue siendo coto privado de los muy cafeteros. Hay muchas entregas de premios a lo largo del año en la industria. De los DICE Awards a los Bafta de videojuegos. Y aunque la mayoría cuenta con unas credenciales más prestigiosas, las audiencias no prestan atención a ninguna.
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Muchos en la industria se revuelven ante lo que ven como una colonización de sus espacios por parte de la elite hollywoodense. O más aún, como una evidencia de la falta de autoestima de los mandamases, que exigen revestir la gala de caras conocidas porque no confían en el atractivo de las figuras propias. Esta tensión esconde décadas de trauma colectivo. De miles de creadores que se han sentido insultados, vilipendiados y despreciados por la naturaleza de su oficio. Una joroba que, de alguna forma, todos los que jugamos cargamos sobre nuestras espaldas. Pero ya va siendo hora de que nos liberemos.
Todos los actores que pasaron por la gala tenían una razón de peso para estar ahí. O estaban involucrados en un videojuego o en una serie de televisión que adaptaba una franquicia conocida. El único que podría ser acusado de estar promocionando unos proyectos propios que nada tenían que ver con los videojuegos era Chalamet, pero en ningún momento mencionó ni Wonka ni Dune Part II y Keighley se permitió la sorna de presentarlo como ModdedController360, el canal de Youtube con el que hizo unos pocos videos sobre modificación de mandos antes de que su carrera como actor despegara.
Toda esta explicación deviene en una conclusión muy concreta. La industria del videojuego y Hollywood están condenados a entenderse. En una relación de iguales, con respeto mutuo, sin jerarquías impuestas, pero también sin resquemores o desconfianzas que afloren a cada paso. Hay razones de sobra para que haya mala sangre entre los dos.
El volumen de negocio que mueven los videojuegos suscita envidias entre los contables de Calabasas y para llegar a The Last of Us, los estudios han soportado tres décadas de adaptaciones ruinosas que no se pueden entender más que como una afrenta. Pero es hora de pasar página y de asentar las bases de una nueva etapa. Hay razones suficientes para estrechar los lazos.
En primer lugar, los videojuegos se están beneficiando mucho del talento de las estrellas de cine, no solo en términos de marketing (algo que es obvio), sino en el resultado en cuanto a méritos artísticos de sus obras más destacadas. Desde el punto de vista tecnológico, las sinergias cada vez son más evidentes.
Unreal Engine es el motor más utilizado en la producción de videojuegos actual, pero es también una herramienta cada vez más popular para recrear escenarios virtuales en cine y televisión. Al mismo tiempo, las grandes franquicias de entretenimiento están abordando un ambicioso enfoque transmediático que implica una colaboración estrecha entre artistas de diferentes disciplinas.
Solo por poner un ejemplo, James Cameron confiaba tanto en el equipo de Massive Entertainment encargado de hacer Avatar: Frontiers of Pandora (que se estrenó hace dos semanas) que les dio un acceso privilegiado a los guiones y los diseños de todas las películas que estaba rodando en Nueva Zelanda. Todo esto va a ir a más.
Hace pocos días, Hideo Kojima anunció que su estudio se ha aliado con la prestigiosa productora A24 para llevar Death Stranding al cine. Ya el juego original contaba con unos valores de producción y un reparto absolutamente estelares, pero no podemos minusvalorar el impacto de esta colaboración. Esto son palabras mayores, un movimiento tectónico que puede superar el impacto de The Last of Us, sobre todo porque han anunciado que no va a ser una traslación directa de los eventos del juego y que va a tener un enfoque muy distinto, más de película independiente que de gran blockbuster de acción.
Son dos mundos condenados a entenderse, destinados a colaborar, a ir de la mano sin instigar rencillas ni sin sucumbir a crisis de autoestima
La verdad es que puede acabar siendo cualquier cosa después de ver la ambición de Civil War, la nueva película de Alex Garland que se estrena dentro de unos meses y que, ya de paso, es evidente que ha tomado apuntes de juegos como Modern Warfare 2 (2009) o Tom Clancy’s The Division 2 (2019). Pero si todo sale como nos imaginamos a partir de los nombres involucrados en el proyecto, podemos estar ante una película de una calidad extraordinaria.
La industria del videojuego es una fuente inagotable de creatividad, pero tiene un problema de comunicación. Las obras culturales cultivadas en su seno son demasiado valiosas como para circunscribirlas al círculo de individuos que juegan. Hay que ir más allá. Y Hollywood es el embajador perfecto para extender el mensaje transformador de estas obras a cientos de millones de personas en todo el mundo. Al mismo tiempo, hemos comprobado que el talento de los artesanos de la meca del cine puede elevar asimismo las cotas de calidad de los títulos videolúdicos.
Son dos mundos condenados a entenderse, destinados a colaborar, a ir de la mano sin instigar rencillas ni sin sucumbir a crisis de autoestima. El entorno videolúdico tiene que ser acogedor para todo el mundo. Mientras los actores se paseen por los Game Awards en calidad de actores vinculados con los videojuegos, cuan tenue sea esa relación, y no como mera cuota de famoseo exigida por los anunciantes, las cosas se estarán haciendo bien.
['Avatar: Frontiers of Pandora', turismo en el universo de James Cameron]