Final Fantasy VII es, por méritos propios, uno de los juegos más importantes de la historia de los videojuegos. No solo consiguió abrir de par en par las puertas de Occidente al rol japonés, sino que dio un paso de gigante en las aspiraciones narrativas del medio.
El salto cualitativo desde la sexta entrega fue evidente, abandonando los sprites en favor de los polígonos (por muy burdos que ahora se nos antojen en ese 3D primitivo) y abrazando una presentación mucho más cinematográfica.
Puso las bases que llevarían a la franquicia a unas cotas de éxito sin parangón, convirtiéndose en un fenómeno mundial y entrando de lleno en el terreno de las grandes superproducciones de presupuestos millonarios.
Al mismo tiempo, contaba una historia compleja que basculaba por entero, en 1997, sobre la explotación irresponsable de recursos y el daño catastrófico ejercido sobre la ecosfera.
En 2020, después de un desarrollo muy complicado, Square Enix nos trajo Remake, la primera entrega de un ambicioso proyecto de actualización holística del juego. Ahora, cuatro años más tarde, nos llega Rebirth, continuando la historia donde lo dejó el anterior capítulo, tras la huida desesperada de la megalópolis de Midgar.
Cloud, Aerith y compañía pernoctan en la bucólica ciudad de Kalm tras la operación de rescate en el cuartel general de Shinra, la persecución alocada por la autopista y la épica confrontación con las mismas fuerzas del destino en la singularidad, donde la gran sorpresa de Remake se reveló y comprendimos que estábamos realmente ante una suerte de secuela de los eventos originales.
Es momento de recogimiento y Cloud narra los sucesos que llevaron a su némesis, Sephirot, a destruir su pueblo natal y entregarse a un camino de venganza contra sus creadores. Sin tener muy claro si sigue vivo o muerto, el grupo decide recorrer el planeta en busca de cualquier pista sobre su paradero, sus intenciones y su misteriosa conexión con Jenova, el parásito que vino de las estrellas.
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Después del extenso flashback, Rebirth nos arroja a la inmensidad de las llanuras, dejando muy claro que estamos ante un título francamente diferente a su predecesor, por mucho que en el aspecto narrativo sea una mera continuación. Si Remake se caracteriza por sus angostos pasillos, su linealidad y su dirigismo irredento, Rebirth hace gala de una actitud diametralmente opuesta.
Parece como si Square Enix hubiera conseguido liberarse de los grilletes que le han acompañado, por lo menos, desde comienzos de siglo, en ese pacto mefistofélico en pos de la máxima fidelidad gráfica imaginable. El resultado es un juego que respira, que se despereza con naturalidad, que confía en el jugador para que encuentre su propio camino. Incentiva la exploración como pocos, premiando la curiosidad natural del jugador, su ingenio y creatividad, disgregando sus misterios por un paraje accidentado y repleto de vida.
Lejos quedan las estructuras de cemento y acero de Midgar que tanto constreñían al jugador en Remake, un título que extendía de manera artificial el primer acto del original para llegar a la supuesta duración reglamentaria de un RPG. Aunque Rebirth es más del doble de extenso que su predecesor, la enorme variedad de ecosistemas y poblaciones disipa cualquier sensación de agotamiento.
Durante décadas, Square Enix ha estado alegando que era imposible maridar la ambición y la grandilocuencia de los Final Fantasy clásicos con un diseño moderno de mundo abierto que contara con una fidelidad gráfica suficiente. En Rebirth, por fin, han conseguido dar con la fórmula.
Y gran parte de la responsabilidad la tiene el acierto y la inspiración con la que han encarado la exploración de las diferentes zonas que componen el mundo de juego. Los escenarios suelen tener una orografía compleja para cuya navegación efectiva se exige la presencia de los chocobos, las monturas tradicionales de la franquicia.
La genialidad aquí radica en haber dispuesto que cada zona contara con una especie diferente con habilidades específicas que se compenetran a la perfección con el paisaje. Ya sea planear por los barrancos del Cañón Cosmo, usar las setas gigantes de las selvas de Gongaga como trampolines o ascender las paredes verticales de los alrededores de Junon con sus poderosas garras, cada habilidad se responsabiliza de mantener la exploración siempre interesante.
Donde el juego se resiente más es en el aspecto narrativo. Después de la traumática exposición de los hechos que sucedieron cinco años antes, el juego se aletarga más de la cuenta. Cloud y compañía se mueven de una localización a otra con una casi total arbitrariedad y nada especialmente reseñable sucede durante las primeras veinte horas de la trama.
Es más, se suceden algunas situaciones completamente ilógicas que revelan sustanciosos agujeros de guion, como por ejemplo la facilidad que tienen para transitar por una ciudad infestada con tropas de Shinra cuando técnicamente son objetivos prioritarios y están en búsqueda y captura.
También abundan escenas supuestamente cómicas que revelan un sentido del humor infantiloide, poco inspirado, que desembocan en un ridículo un tanto vergonzoso. No es hasta llegar al monte Corel cuando el juego cambia de tercio, profundizando en el pasado trágico de sus personajes (el de Barret hace maravillas para enraizar una personalidad que hasta el momento era poco más que un estereotipo problemático) e incorporando nuevas personalidades al grupo.
Si Final Fantasy XVI se realizó con una audiencia madura y tomando a Juego de Tronos como principal referente, Rebirth se centra en los esquemas del anime shonen (es decir, para adolescentes) y queda restringido por una calificación por edades más estricta.
Hay varios momentos de la trama que denotan una violencia impactante y unas consecuencias brutales, pero todo es presentado de una manera aséptica, sin mordiente alguna.
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Apenas se permiten un mínimo salpicón de sangre cuando en el XVI, un joven Joshua aparecía con la cara inundada, y eso, aunque no parezca muy importante, acaba influyendo más de lo que pudiera parecer a simple vista. Aun así, los diálogos en la segunda mitad mejoran muchísimo y algunas intervenciones, como las de un amable de Cait Sith con acento escocés, son siempre una delicia.
Por último, la trama sufre bastante por su condición de capítulo intermedio. Todavía queda un juego entero para poder dar por finiquitada esta nueva versión de la historia y hay demasiadas cosas que se dejan en el tintero, sin resolución alguna.
De hecho, al expandir tantísimo el metraje (me ha llevado cerca de 65 horas llegar a los títulos de crédito sin ahondar mucho en distracciones opcionales) pero al mismo tiempo siguiendo muy de cerca los eventos del original, se produce una descompensación notable que contribuye sobremanera a la sensación de que apenas sucede nada durante la primera mitad del juego y todo lo mollar se concentra en la segunda.
También es de justicia señalar que la aseveración estimulante de que íbamos a embarcarnos en un viaje desconocido no es correcta y que muchos elementos que levantaron tantísimas expectativas en el final de Remake no tienen ni de lejos los efectos radicales que se les podía suponer.
Podríamos decir que el estudio comandado por Yoshinori Kitase ha sido, al menos en esas lides, profundamente conservador. El alegato ecologista sigue siendo inquebrantable, pero lo han sabido sumergir en un misticismo panteísta que recoge las tradiciones sintoístas y las presenta de una nueva forma.
Con todas las reservas que me han producido ciertas decisiones narrativas y su farragoso inicio, Final Fantasy VII Rebirth a la postre se erige como un juego sobresaliente, muchísimo más seguro de sí mismo que el titubeante Remake, que ha sabido inspirarse en los mejores títulos de rol occidental (The Witcher 3, Horizon: Zero Dawn) para componer un diseño de mundo abierto fantástico que consigue traer las virtudes evocadoras de los clásicos de los noventa a la edad moderna.
Su obsesión por el contenido le ha llevado a saturar el título con minijuegos que harán las delicias de los más nostálgicos y que en cierta manera lo ha convertido en un gigantesco parque de atracciones.
El sistema de combate sigue de cerca lo propuesto en su antecesor, con las innovaciones precisas para hacerlo más estimulante y estratégico (desde luego, es mucho más RPG que el XVI).
Hay algunos picos de dificultad sobrevenidos en la recta final que se le van a atragantar a más de uno, sobre todo en los duelos singulares donde solo manejamos a Cloud y el juego se transforma en algo más parecido a Sekiro, pero salvo esas excepciones, el juego ofrece herramientas más que suficientes para salir airoso incluso de los jefes con mecánicas más creativas.
Rebirth es un golpe de autoridad de Creative Business Unit 1, un equipo al que le ha costado veinte años salir de un pozo de su propia creación para recuperar su posición al frente de la industria. Es también el contrapunto formal y filosófico a Final Fantasy XVI, llegando incluso a invertir las deficiencias de este.
Donde aquel empezaba con mucha fuerza para luego arrojarse por un barranco en un tercer acto catastrófico, a este le cuesta mucho arrancar, pero una vez alcanza velocidad de crucero nada lo consigue detener hasta los títulos de crédito.
La espera para la conclusión de la epopeya (que calculo que llegará en tres años) se hará larga, pero tengo la certeza de que la savia nueva que representa el director Naoki Hamaguchi certifica el futuro prometedor del estudio.
Solo quedar soñar con lo que podrá hacer con un lienzo completamente nuevo, sin imposiciones nostálgicas ni expectativas previas, pero el oficio que ha desplegado aquí ofrece razones más que suficientes para mantener la fe.
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