'Mañana, y mañana, y mañana', la mejor novela sobre videojuegos jamás escrita
Gabrielle Zevin narra una historia de desarrolladores de videojuegos en los años 90 que demuestra un exhaustivo conocimiento del medio.
A pesar de los denodados esfuerzos del establishment cultural más rancio, la influencia de los videojuegos en todos los estamentos de la cultura, después de cincuenta años, es innegable. Más allá de adaptaciones cinematográficas, el termómetro verdadero se revela en cómo prevalecen los préstamos estéticos o formales en otros medios, pero también en cómo sus principales iconos se vuelven imprescindibles en el discurso público y, sobre todo, en cómo su terminología acaba permeando todas las esferas sociales, incluso las que no tienen ninguna relación directa con el medio. Hemos naturalizado expresiones como “pasar de pantalla”, “NPC”, “misión secundaria”, “farmear”, “streamer” o “main character energy”. Evidentemente, existe una cierta decantación entre las diferentes generaciones, pero el proceso es irreversible.
Quizá la literatura sea el dominio que más se haya resistido a la colonización. Más allá de subproductos franquiciados o exabruptos nostálgicos simplistas y vacíos de contenido (como Ready Player One), los ejemplos más propiamente literarios quizá son más escasos, aunque existen y siempre aportan mucho. World of Warcraft y las convenciones sociales de los MMORPG juegan un papel fundamental en la trama de El Nix de Nathan Hill y Karl Ove Knausgard dedica unas páginas a su obsesión con el Wolfenstein en su epopeya de autoficción Mi lucha. Pero si nos referimos a novelas que giren por completo en torno a los videojuegos, la lista se reduce mucho más, y nadie lo ha hecho mejor que Gabrielle Zevin con su quinta novela (para adultos): Mañana, y mañana, y mañana, editada en España por AdN.
En los años 80, dos niños se hacen amigos en un hospital pediátrico. Sam Masur lleva allí semanas después de sufrir un terrible accidente de coche y Sadie Green acude a visitar a su hermana, que sufre de cáncer. Comparten jornadas jugando a Duck Hunt en la Nintendo y abriéndose poco a poco.
Años más tarde, los dos vuelven a encontrarse en la Costa Este. Sadie estudia en el MIT para ser desarrolladora de videojuegos y Sam en Harvard mientras comparte piso con un aspirante a actor de origen japonés, Marx. Cuando los dos prueban el juego en el que Sadie está trabajando se quedan a anonadados y deciden embarcarse en una aventura empresarial. Durante varios meses, se vuelcan por completo en la producción de un videojuego con Sadie llevando la programación, Sam el arte y Marx la producción y el marketing.
Contra todo pronóstico, Ichigo se convierte en una sensación de la noche a la mañana y vuelven a Los Ángeles para abrir su propio estudio. A lo largo de los siguientes años, mientras las presiones de la industria se ciernen sobre los tres, aprenden a navegar las tortuosas aguas de la creación y unas relaciones personales cada vez más complejas.
Lo que queda claro inmediatamente es que Zevin no se ha acercado al mundo de los videojuegos como una turista curiosa o una investigadora académica, sino que exhibe un conocimiento profundo del medio y de la industria fruto de toda una vida de afición dedicada. Esto no se limita a una letanía de referencias nostálgicas como en otros proyectos más artificiosos, sino en una comprensión a un nivel más profundo de las realidades antropológicas que rigen estos espacios: cómo son los perfiles de los artistas que trabajan en estos espacios, cómo se dirime la tensión entre creatividad y necesidades de mercado, qué reglas rigen los ecosistemas de promoción y la proyección mediática de los creadores, cuál es el papel de las empresas editoras, cómo han evolucionado las dinámicas de género a lo largo de las décadas...
Es evidente que Zevin aporta un plus de colorido a su tríada protagonista para estructurarlos como personajes literarios que justifiquen quinientas páginas de caracterización, pero en ningún momento llega a forzar las cosas. La compañía de Sam, Sadie y Marx es completamente ficticia, pero se enmarca en un contexto espacio temporal totalmente verosímil.
Zevin profundiza en los diferentes proyectos que acometen con denodado interés, abordando diferentes géneros, explayándose en la configuración de las mecánicas y en los desafíos tecnológicos, como la programación de un motor. En ningún momento se vuelve farragoso, sino que lo enhebra con maestría con el propio trabajo de caracterización, tomándolo como oportunidades para extender la psicología interna de los personajes, que es el corazón palpitante de la novela.
Sí, abundan las referencias videolúdicas, de las aventuras gráficas de Sierra a los Persona pasando por Metal Gear Solid o los FPS de Carmack y Romero, pero son detalles que aportan coordenadas de diseño e información valiosa para contextualizar la narración, en vez de meras interjecciones nostálgicas para fabricar una complicidad artificiosa con un lector entregado como, de nuevo, hacía Ernest Cline en Ready Player One.
De hecho, hay un momento en donde uno de los personajes se saca de la manga una versión preliminar para prensa de Metal Gear Solid en 1997, más de un año antes del lanzamiento oficial del juego, lo que me hizo levantar una ceja con escepticismo, muy seguro de la absoluta imposibilidad manifiesta de la circunstancia y que me predispuso a señalarlo como un error garrafal. Pero Zevin, en el disclaimer al final del libro, se disculpa por la flexibilidad cronológica (como mucho podrían haber conseguido una copia un mes antes, pero en ningún caso más de un año) y lo justicia como una libertad creativa para poder explayarse sobre las mecánicas de sigilo y cómo conectaba con la psique de Sadie en esos momentos de la historia, demostrando su orden de prioridades y cómo todo, incluso la introducción de los grandes clásicos, está al servicio de la narración, y no al revés.
Mañana, y mañana, y mañana es una novela brillante con unos personajes apasionantes, repletos de matices, muy humanos, con caracteres complicados, en ocasiones mezquinos y miserables, esculpidos por el trauma y aun así dispuestos a sacar lo mejor de sí mismos en un proceso prolongado de creatividad total.
Zevin comprende como nadie el poder evocador de los videojuegos, la conexión directa que llegan a establecer con el núcleo emotivo del jugador, sus habilidosas estratagemas y su poderosa semiótica. La crítica literaria estadounidense la ha encumbrado como una historia de personajes abierta a todo tipo de públicos, sin necesidad de que se hayan puesto a los mandos en su vida. Eso es cierto, y Zevin se preocupa de explicar las cuestiones más técnicas, pero sin duda los que disfruten de una cierta familiaridad con el medio van a ser capaces de sacarle un mayor provecho, entendiéndola a un nivel más profundo y maravillándose ante el uso inteligente de las propias estructuras formales del diseño de videojuegos para componer un retrato más detallado de la manera de sentir y pensar de sus protagonistas.
Zevin vendió los derechos de adaptación a Paramount hace tres años (antes de la publicación) por 2 millones de dólares, reservándose el papel de guionista y productora ejecutiva. Hace poco se publicó que la película la dirigirá Sian Heder, directora de CODA. La extensión de la trama y los muchos años que comprende quizá la harían más propicia para trasladarla a una miniserie de diez episodios, pero con Zevin al volante no descarto que puedan hacer justicia a la novela.
Habrá que estar atentos a más anuncios para ver cómo va tomando forma, pero lo que sí es seguro es que lo que tenemos por ahora ya es causa de celebración. La industria de los videojuegos es un terreno muy fértil para ambientar narrativas literarias. Ojalá otros escritores se sacudan los miramientos y se atrevan a ambientar historias en este complejo mundo, una encrucijada de creatividad, ambición, poder y codicia capaz de generar conflictos dramáticos como ninguno.