Ayer mismo, Alex Ross se admiraba públicamente en esa nutrida web suya de que la edición española de su nuevo libro, Escucha esto, haya alcanzado el puesto siete entre las obras de no ficción más vendidas en España. Aquí, a nadie que conozca su anterior trabajo, El ruido eterno, y la enorme difusión que ha llegado a tener, le sorprenderá en cambio. Digamos que el crítico, ensayista e historiador de la música norteamericano ha conseguido eso que casi ningún autor actual (ni de libros, ni de música, ni de películas, ni de cómics, etc.) consigue fácilmente ya: que muchos, mientras existimos empapados en el ruidazo de la corriente de la vida cotidiana, en la supervivencia y el caos social y emocional, en la neurastenia (disculpen ustedes el desahogo) y la ansiedad, en la acumulación de novedades culturales y la hipervisibilidad
(hiperaudibilidad) de la red, sigamos pendientes a la espera de que salga su próxima obra.
El ruido eterno es una publicación imprescindible y un ensayo histórico que devana
la madeja de la Historia de la música culta a lo largo del pasado siglo. Ya es grande pero
no resulta muy atrevido augurarle un aumento de su importancia fuera del campo
estrictamente musical. Y es que además de explicar los ciclópeos procesos de destrucción,
crisis y reinvención por los que atravesó esa música culta, y no tan culta, durante el siglo
XX, por sus páginas desfila con especial lucidez la propia Historia social y política de
la época. La música se convierte en este libro en un personaje central o cuanto menos
importante a la hora de entender el relato del Poder, de los totalitarismos e intentos
revolucionarios, de la utopía y los infiernos sádicos. Y todo ello se disfruta a través de
una radio cuyas ondas transmiten amor y pasión incondicional por el mismo lenguaje
musical y su capacidad de manifestación y, a veces, sanación del alma, de devoción hacia
sus infinitas posibilidades comunicativas y expresivas, que resume, desglosa y hace verso
casi sus causas y efectos y el de sus compositores más señeros.
Además de lo que tan fenomenalmente muestra, esa Historia alternativa del siglo pasado
a través de su música, por lo que El ruido eterno más me maravilló fue por la capacidad
de su autor para explicar con palabras el milagro de la música y su influencia en los seres
humanos. La importancia de su existencia en la vida corriente común y la fina línea que
existe entre todas sus creaciones y tendencias por distintas que parezcan.
Tal es el punto de partida de Escucha esto, un nutrido conjunto bien conectado de ensayos sobre músicos actuales y pasados, en muchas ocasiones ya publicados en las páginas de The New Yorker. En ellos Ross
logra aportar más aire a las velas del barco de tal entusiasmo musical y convertirlo en
algo presente. Como si la música fuera una máquina del tiempo cuyo funcionamiento
él hubiera descubierto, el norteamericano se emplea a fondo en conectar mundos que
antes de su lectura se dirían universos paralelos (en el desfile están Mozart, Schubert,
Verdi, Brahms, Radiohead, Dylan, Sonic Youth, Bjork, Sinatra, Cecil Taylor, el blues de
Skip James, John Cage...), e impulsa la teoría de una especie de gran red, de ADN común
en toda la música que según él merece la pena.
Parte de una primordial negación del término música clásica que quiere ser una
demostración de que las barreras entre música seria y popular son a menudo artificiales y
provocadas torpemente por el mercado y los comentaristas y los propios músicos. A partir
de ahí, Ross se encarama con agilidad en el gran Leviatán y nos muestra sus partes, sus
diferentes órganos y las funciones de estos y para ello procura borrar todas las tiranteces
y ataduras desde la separación por compartimentos que convierte a la música en muchos
seres distintos, hasta la etiqueta y terminología que acompaña a la llamada música seria
y su puesta en escena. Y este descubridor grita: ¡Es un único monstruo el que surca los mares!
Es muy bueno, Ross, está claro, por eso le queremos. Su trabajo es de una intensidad y
esfuerzo enorme, su generosidad y confianza aparece en cada página. Pero ¿a qué se debe
en realidad que nos llegue tanto? A la necesidad de este momento, me parece. Vivimos
una época en el que los filtros y la prescripción de objetos y saberes de cualquier clase se
han vuelto más necesarios que nunca. En esta época de excavaciones a cielo abierto, en
que los diferentes estratos históricos de la música se revelan a pleno sol, en que los bienes
musicales antiguos y la última novedad se solapan en un magma a menudo indiscernible
e indigerible, en todo caso deslumbrante, Alex Ross es un crítico que aparece repartiendo
gafas bien ahumadas, análisis ponderados, trabajo de investigación hecho, argumentos
y categoría pero también capacidad de aventura, agilidad mental y falta de prejuicios,
lenguaje chispeante y creatividad en la respuesta. Como un Indiana Jones de la materia.
Creo que lo más importante de Ross y de su triunfo puede estar ahí, en los márgenes de
sus magníficas obras: en cómo logra transmitir su amor por la música y por el mismo
análisis certero de ésta, y de contagiar ambos a los que analizan e incluso escriben sobre
música y a los que la tocan o simplemente la disfrutan.
Nada es casual, quizá. Paralelamente a la publicación de estas dos obras de Ross en España
ha comenzado (la última muestra de que he tenido noticia, un interesante editorial de
Nando Cruz en las páginas del último número de Rockdelux) a asomar una reflexión del
periodismo y la crítica musical sobre su cometido, sus trampas y cartones/piedras.
Público y músicos estamos más necesitados que nunca de referencias, de valoraciones
pero sobre todo de análisis desde el conocimiento y expresado con buenos argumentos, y
no (al menos no sólo) desde la opinión pura y efímera del gusto. Cabe la frivolidad, la risa y
la mera noticia copy/paste, sin duda, pero este ruido no es suficiente para acompañar a la
música.
Y también estamos huérfanos de ese verdadero entusiasmo no intercambiable que
derrocha Ross y su obra. De reivindicación sabia de lo musical. De gente que como él, se
suba a las alfombras que vuelan y nos cuente qué es lo que se ve desde arriba.