Había tanta música en la que meterse y que chequear. Ningún género se desvaneció, todos continuaron, bombeando producto hacia fuera, haciendo proliferar nuevos vástagos sonoros […] El problema no era sólo la cantidad, sino la cantidad x la calidad. Allí estaba el pasado también, disponible como nunca antes, compitiendo por nuestra atención y afecto. Lo asequible de la grabación digital en workstations y estudios caseros, combinado con la riqueza de una Historia que los músicos saben utilizar y recombinar, abasteció de combustible a una multiplicación de productos musicales de calidad. Pero el resultado de toda esta superproducción fue que "nosotros" quedamos esparcidos a lo largo de un vasto terreno sonoro.
Simon Reynolds, sobre la música de la década pasada, 7 de diciembre de 2009.
Cuando despertamos, el Big Data estaba ahí. En realidad nos lo esperábamos o lo intuíamos pero no queríamos saberlo, no queríamos tomarnos en serio más paranoia. Pero ahora está frente a nuestros ojos como el horizonte. Somos espiados. Nuestra pequeña vida enchufada y conectada a las demás terminales, sus costumbres y vicios, sus consumos incesantes, inacabados, incluso lo más disimulado, sobre todo eso, lo más enmascarado, es recopilado en forma de un puré de metadata, una melaza que es filtrada a través de los alambiques de algoritmos maestros fuera de nuestro alcance, de matemática que es ingeniería que es computación y que es ciencia ficción para nosotros pero que permite convertir en estadística legible para unos pocos toda esa información residual.
No hablamos de los gobiernos propios, representantes del pueblo y guardianes de su soberanía que espían de forma vergonzosa y repugnante a sus ciudadanos por si acaso acaban resultando culpables de algo, ni siquiera de la vigilancia de autoridades de otros países. Esos son hechos tan temibles como predecibles. Pero si pensamos en el gran hermano en 2013 sobre todo deberíamos pensar en las grandes corporaciones, incluso en las no tan grandes. El análisis de los datos masivos es una de las profesiones mejor pagadas en estos momentos en EEUU. La huella digital que nuestros pasos dejan cuando hacemos nuestro diario consumo pasivo en la Red es rastreada, analizada para encontrar posibles predicciones en los comportamientos colectivos, sociales, patrones de consumo. Y los datos que más interesan son los más pequeños, los que no aparecen reflejados en los grandes informes, en las grandes estadísticas, en las grandes magnitudes de ventas, o de selección de un producto (que al fin y al cabo es a lo que los humanos dedicamos buena parte de nuestra libertad en estos días, como ya está escrito y dicho por tantos en millones de partes).
Decimos que lo que ahora interesa al verdadero gran poder es lo minúsculo, lo atómico, lo anecdótico, porque su suma es lo que especifica, explica, hace aterrizar al haz de corrientes aéreas y lo convierte en algo así como un fenómeno climático, imprevisible sólo hasta cierto punto. Interesan pues los desvíos del cauce principal, las rarezas, las especialidades.
Hace ya algunos años del triunfo de la teoría de la Long Tail, o sea de la larga cola o larga estela. Ésta fue primero esbozada en un blog (traducción aquí) y luego bien definida en un libro por el editor de Wired, Chris Anderson. Para quienes no la conozcan viene a decir que Internet y la digitalización han cambiado las reglas de juego del mercado al reducirse sustancialmente los costes de almacenamiento y distribución posibilitando que, junto al antiguo mercado de masas (la cabeza: pocas cosas seleccionadas porque se piensa que van a vender mucho), aparezca otro, esa larga estela o cola de volumen similar que la cabeza pero conformado por un sinfín de productos minoritarios que ocupan dispersos nichos de mercado. Con este nuevo presente, los productos minoritarios brotan y se diversifican porque encuentran individuos que los adquieren o siguen. A medida que se llega al extremo de la larga cola, va desapareciendo lo lucrativo como objetivo y aparecen otras razones como la simple expresión de la creatividad personal.
El fundamento más matemático-económico de la teoría está siendo cuestionado y refutado desde que se formulara en 2004, sin terminar de descabezarla del todo. Entre tanto, Chris Anderson ha profundizado en ella y ha estudiado otra tendencia. En su ensayo de 2009 Gratis: el futuro de un precio radical, analiza cómo regalando cosas es posible hacer dinero y cómo el entorno virtual, donde los costes tienden a ser cero, tiende a aprovechar eso ya no como un mero truco de marketing sino como modelo económico diferente a todo lo anterior. Pese a que parece que a todo el mundo se le escapa aún la rentabilidad de lo que se vende-regala en esa larga estela, el estallido de las plataformas digitales y la música en streaming se explican bien con esas teorías de Anderson. Al menos si se aplica su intuición de manera sociológica a cómo ha cambiado nuestra relación con la música y a la misma producción musical. Parece incuestionable que lo digital hace que muchas músicas minoritarias, no por su sonido sino porque son seguidas por pocos, proliferen. Y en parte eso sucede porque cuanto más nos acercamos a la parte más fina de la larga cola más tiende todo a la gratuidad.
Dos noticias aún calientes vienen a arrojar algo de luz sobre todo esto. Primera: Soundcloud acaba de sobrepasar los 250 millones de usuarios mensuales y su crecimiento en los últimos meses es un disparate de grande. Vaya que mucha gente, riadas, cada vez más y más, escucha música en Soundcloud en el globo. Segunda: Bandcamp, que acaba de cumplir 5 años, ha declarado que en ese tiempo repartió 50 millones de dólares entre los músicos que venden sus discos online, y subiendo a un ritmo de casi 2,5 millones al mes.
Según Wikipedia, Bandcamp cuenta con más de 6,5 millones de canciones y se estima que Soundcloud tiene unos 40 millones de usuarios registrados (es decir, cuentas que suben contenidos), aunque sólo un 5% de ellos es de pago. De acuerdo, la cosa no para de crecer pero ¿qué no para de crecer? ¿Quién está ahí? Parece que, en buena parte, lo más pequeño del lado más fino de la larga cola.?? En webs como Soundcloudwall.com podemos encontrar un top 1000 de los usuarios activos (los que cuelgan contenidos) más influyentes, con más escuchas o seguimiento. En esas listas, músicos semi-desconocidos, sellos pequeños o medianos se codean con DJs y productores algo más reputados pero siempre dentro del circuito alternativo. Y lo mismo ocurre con los informes de la propia Soundcloud con música escuchada al menos 1000 veces. Destacan un sinfín de nombres sobre los que ni siquiera las publicaciones especializadas alternativas se pronuncian, un hervidero de nueva música, especialmente de tipo electrónico en un sentido amplio que conforma un magma inabarcable. Sea como sea, goza de una actividad brutal, millonaria desde el punto de vista de las entradas y salidas de información.
La información sobre Bandcamp es más complicada de obtener pero parece indudable que de sus varios millones de canciones, muy pocas están subidas por músicos o sellos mayoritarios pertenecientes a la cabeza de la curva de consumo. Bandcamp es un portal por el que se accede a la escucha y la compra de música y una plataforma de difusión basada en una buena parte en la autoedición digital y en otra en la edición exclusiva, o única posibilidad de conseguir canciones para guardarlas.
La expansión de estos casos de Soundcloud y Bandcamp, dos plataformas digitales que no obligan a pagar nada por usarlas y permiten la subida de contenidos con periodicidad al gusto de quien los hace, revela varias cosas. Además de la evidente importancia de esos nuevos modelos de negocio basados en la gratuidad, habla de cómo las marcas del nuevo capitalismo digital-global se aprovechan del trabajo y la inteligencia colectiva mediante su difusión total, interactiva e instantánea. Toda esa liquidez da lugar a un terreno movedizo en el que es complicado aún colocar pilares para teorías. (Los expertos en vender y en capitales aún se están poniendo de acuerdo.)
Sea como sea, la idea que con más fuerza llama a la puerta en todo esto es que hay un mundo desconocido ahí, un montón de música que no llega a ver la fábrica de discos, ni el estante de la tienda o el palé de la distribuidora, que no aparece en las reseñas de la prensa o las webs. En la telaraña de la Long Tail hay algo que en esta columna de aire llamamos el Overground. Frente al Underground, ese término inglés que desde hace 50 años designa los movimientos contraculturales contrarios o al margen de la cultura oficial, aquí estaría algo que pasa por encima de ella, de manera visible, sobre el suelo, que reconoce esa cultura oficial y se alimenta de ella, de los mecanismos económicos y tecnológicos que le interesan, que incluso contribuye a la corriente económica general (porque hace que ciertas empresas se forren con la gratuidad). Pero lo hace desde una posición que explora el límite, despreocupada de las reglas y más basada en el puro deseo productivo y comunitario.
En cierto sentido, si tenemos en cuenta el origen de la palabra Underground, el término Overground podría tener sentido más allá de ser un juego de palabras fácil. Underground proviene de “The Underground Railroad”, nombre de una red clandestina de personas en los actuales EEUU que durante el s. XIX ayudaba a los esclavos africanos a huir de las plantaciones esclavistas del Sur hacia los estados del Norte o Canadá. Sus miembros utilizaban términos ferroviarios como metáfora, como claves secretas para entenderse entre ellos escondiendo su actividad. Hoy Overground curiosamente es el nombre de los trenes del área del Gran Londres que van por la superficie, trenes que van a los lugares donde la ciudad se desborda, donde todavía hay confines y límites pero todo se vuelve líquido inaprensible y el arrabal hace frontera. Quizá esos overgrounds musicales (mejor en plural) serían eso que está ahí multiplicándose más allá de la contabilidad de siempre, big data musical al alcance de un clic, el ruido de un crecimiento interminable, en ningún caso secreto pero indescifrable por su multiplicidad y velocidad de recombinación y retroalimentación. Algo cuyo juego no es ir en contra de la corriente principal sino simplemente por su cuenta, hacia los márgenes de la larga estela, en la ciudad sin límites. Un edén de productividad en el que volver a sentirnos muy pequeños, perdidos y quizá, quién sabe, admirados.