Hace unas semanas, la complicidad sostenida entre Jack White y su compañía musical Third Man Records y Dean Blackwood, actual responsable del sello Revenant, dio como fruto una edición que podría haberse convertido en un gran acontecimiento, si no para la música con denominación de origen EEUU, al menos sí para la comprensión de su Historia. Nos referimos a The Rise and Fall of Paramount Records 1917-1932, la recuperación seleccionada y documentada del catálogo de una de las etiquetas fundacionales del sonido popular estadounidense durante la década de los 20 del pasado siglo.
The Rise and Fall of Paramount Records, constará de dos volúmenes y el primero, que comprende el periodo entre 1917 y 1927, puede adquirirse ya. Cuentan que la empresa ha requerido de al menos una década de trabajo casi arqueológico y de selección con contribuciones de numerosos expertos como el holandés Alex van der Tuuk y de más de dos años de trabajo en su finalización por parte de un equipo de entre treinta y cincuenta personas. Pero lo que podría ser un notición bomba sobre la recuperación y accesibilidad de una parte importante de los orígenes de la música popular norteamericana y de los estilos que darían lugar al Pop tal y como lo entendemos hoy, se convierte en cambio en un aire frío que hace torcer el gesto y lleva a calentarse la cabeza dándole vueltas a algunas cosas.
Me explico. Este volumen 1 de The Rise and Fall… ha sido puesto en circulación por White y compañía en una edición tan apetecible como limitada (5.000 unidades numeradas) y poco asequible para casi todos. Con la insignia del águila clavada en su frontal, una espectacular caja de roble americano que pretende evocar los viejos cabinets de gramófono cuyo interior ha sido forrado de terciopelo color salvia, contiene 800 canciones (de 172 músicos) remasterizadas digitalmente. Éstas se presentan en una memoria USB con menú interactivo que permite reproducir música e imágenes publicitarias de época restauradas (con ese estilo que tanto ha inspirado a dibujantes como Robert Crumb), así como en seis LPs de vinilo de alta calidad y buena pinta. El contenido musical va a acompañado de un libro encuadernado en cartoné con 250 páginas sobre la historia del sello, una enciclopedia de los músicos en rústica y el listado del catálogo discográfico completo más alguna memorabilia. Todo, y cerramos la tele-tienda, por 400$ (algo menos de 300 €), más transporte, ya que sólo se envía por correo (y los impuestos, si usted, amable lector, quiere adquirirlo desde fuera de los EEUU).
Naturalmente en La columna de aire sólo conocemos el inflamado producto gracias a la información e imágenes que hemos encontrado en Internet aunque no tenemos por qué dudar de la excelencia descrita. Pero el ruido que ha generado su publicación es proporcional al triste hecho de que no haya otra manera de escuchar su contenido que comprar tal lujoso paquete. No hay una edición para descarga digital, no hay una posibilidad de escucha en streaming, no hay una edición asequible en plan cofre de CDs con un buen libreto. Sólo existe esta especie de pequeño lujo para coleccionistas venidos a menos.
Nos encontramos así con que el descubrimiento de un tesoro se replantea como representación de un viaje al pasado, privativo para unos pocos exquisitos afortunados. No nos referimos tanto a que se trate de una edición cara. Lo es, si bien el precio no parece desproporcionado (una vez se hacen cuentas de sus ítems desglosados) con respecto a lo que ofrece el pack, y mucho menos si uno se pone a pensar en las descomunales cantidades que pagan los coleccionistas por las raras ediciones originales en disco de 78rpm de cada una de esas canciones. Mirado desde ese punto de vista, un precio así sin duda supone un puente hacia lo popular, una multiplicación por miles de los que pueden acercarse a esta música. No, el problema no está tanto en el precio en cualquier caso poco democrático como en lo restringido del número de copias y la falta de alternativas para descubrir y disfrutar.
Según recoge el artículo firmado por Larry Rohter para The New York Times sobre The Rise and Fall…, Jack White habría declarado a propósito de ello: “Mi compromiso es asegurarme de que estas grabaciones están disponibles en una u otra forma para que podamos hacer volar la imaginación de la gente y tratar de que ésta se involucre en su belleza. No se trata de intentar hacer dinero con la música, es el sortilegio con que llevarte por un camino hasta llegar a su historia.”
En cuanto a que su interés particular en este caso no es el dinero, parece evidente si tenemos en cuenta que (según el mismo artículo del NY Times) White acaba de sufragar con 200.000 $ la recién creada National Recording Preservation Foundation. Y tampoco parece un farol lo que el otro editor, Dean Blackwood, ha declarado recientemente sobre que apenas recuperarán la inversión cuando hayan vendido todas las copias.
Pero tan corta frase del ex White Stripes contiene al menos otras dos afirmaciones: una que afirma la necesidad de que esa música antigua sea desvelada para voladura mental del respetable y otra que más bien parece hablar de magia para iniciados. White y su sello ya han aparecido por aquí en varias ocasiones cuando hemos hablado del resurgir del vinilo, y sobre todo en cuanto a este formato como lugar de tensiones, como ring para el combate entre los vinyl lovers y los especuladores. En este sentido, esta edición parece ser la particular manera de Jack y su socio de romper la baraja situándose en un punto intermedio: caro pero no inaccesible, suntuoso pero suficientemente razonable como para que haya miles que lo compren y lo compartan casi en secreto. Parece evidente que la estrategia de limitar la edición pretende aportar una clase de valor no comercial que pasa por evitar su banalización y así atraer a los potencialmente más interesados hasta ello. Que el legado sea heredado por los que más lo desean.
Así, como ocurre a menudo en el campo de los antiguos formatos analógicos, nos encontramos con un nudo de tensiones, de contradicciones, en cuanto al mismo ecosistema de la música pop. Ahí en medio de ese objeto está el problema de lo retro: la necesidad de redescubrir el aura perdida en la jungla de infinitos estímulos del presente, de vestirse con trajes del pasado para entender el pasado, de construir museos para la música, museos además que no deben ser del todo públicos para que ese tesoro no pierda valor en el roce de la gente con sus brillos.
Ese esnobismo exclusivista y cierto dandismo son parte del Pop, sin duda. La parafernalia, el diseño, la imagen, la vestimenta y la calidad de objeto que rodean lo estrictamente musical es parte del medio y del mensaje y lo selecto está en cualquiera de los atuendos de los uniformados, por mugrientos que quieran hacerse parecer. Pero esta elección de la exclusividad, no sólo es conscientemente ajena a los tiempos que corren, sino también al espíritu de los viejos tiempos que quiere recuperar. Como bien saben sus editores, este pequeño lujo para coleccionistas venidos a menos, esta especie de falso wunderkammer o gabinete de curiosidades portátil, conserva en su formol simbólico muchas cosas pero sobre todo contiene muchas historias.
En primer lugar, naturalmente, la caja de roble guarda la grandiosa historia del sello Paramount, que es la de uno de los catálogos de artistas más impresionantes de su época y de unos de los principales precedentes y culpables de eso que luego sería la llamada música americana, y anticipo claro del rock’n’roll, el soul y el country. Pero es también la historia de una astrosa compañía de discos pionera en la publicación de jazz, blues, góspel, baladas melosas, música de marchas, himnos o vodevil que sin ningún ánimo aurático ni artístico surgió de las entrañas de una empresa de muebles, la Wisconsin Chair Company, para darle sentido a la venta de gramófonos. Y por tanto la de un ejemplo temprano de cómo un avance tecnológico genera o ayuda a un tipo de música y de cómo la creación musical genuina puede generar su propia demanda. Contiene por supuesto la historia de Jay Mayo "Ink" Williams (1894–1980), afroamericano, deportista de élite, universitario en Brown y uno de los primeros productores, explorador y descubridor de los confines de toda esa nueva música surgida en los arroyos e iglesias del gueto, en el cruce de caminos y el prostíbulo. La caja a todo tren de Third Man Records y Revenant contiene un testimonio de cómo los llamados “discos raciales” o discos para los consumidores negros, levantó e impulsó todo un mercado, una industria y un sinfín de estilos y posibilidades para la música popular.
El interés por un pasado musical remoto, por los orígenes, que polariza a una minoría en pos de una supuesta autenticidad frente a los difusos, digitales, poliédricos, histéricos, fugitivos tiempos multicapa actuales, se cruza en esta caja de las maravillas con un mundillo de gente solvente que intenta vivir el simulacro de unos tiempos que ni por asomo conoció. Y lo que más rechina es que la distancia entre esta grave, seriota, recuperación y la frescura del original sea gigantesca. Música que en su día fuera gancho y promoción del consumo tecnológico puro y duro mediante productos de entretenimiento popular para la clase negra, ahora es tratada como un medio camino, tan imbuido de asuntos del presente, entre el coleccionismo, la clase de Historia y el restablecimiento de una magia perdida. Así, todo esto del aura, la fechitización necesaria para recuperar el embrujo, acaba resultando un disparate cuando nos paramos a pensar cuál es el origen de esta música, hecha por músicos en su mayoría negros y mal pagados, grabada de forma más barata posible para ser vendida a otros currantes, en su mayoría negros no demasiado adinerados.
Aunque sólo fuera por su propia naturaleza, la historia del sello Paramount, tan bien documentada como lo propone esta excelente edición, debería ser accesible para cualquiera, con aura o sin aura. Es más debería haber una copia en cada escuela estadounidense (no sólo es Historia de su música sino de su sociedad y cultura) y, cuanto menos, sus 800 canciones deberían estar en descarga de pago para cualquier interesado en disfrutar sus maravillas.
Por otro lado la genuina experiencia de poner un disco de pizarra con una precaria grabación de hillbilly, gospel o canción de trabajo que acaba de hacer alguien todavía hoy desconocido, o un monstruo como Jelly Roll Morton, King Oliver, Fletcher Henderson, Alberta Hunter, Ma Rainey, Trixie Smith, Charley Patton o Blind Lemon Jefferson en un gramófono en los EEUU de 1920 no va a volver. Es más con ediciones museísticas como este diorama, simulacro de ese tiempo pasado, se corre el riesgo de que al final el formato de edición, su velada erótica fetichista, acabe eclipsando su verdadero interés: el propio contenido musical.
Quizá para otra vez, no estaría mal que White y Blackwood intentaran comunicarse con el más allá y preguntaran al otro fundador de Revenant, el añorado hechicero de la guitarra John Fahey, a fin de saber cómo hacer eso de viajar por las dimensiones y el tiempo. Dicen que de momento sólo los fantasmas saben cómo hacerlo.