Seguramente uno de los debates más interesantes de los últimos meses dentro del mundo de la música electrónica es el que tiene que ver con la cuestión de la visibilidad por parte de las mujeres que se dedican a tal clase de producciones. Aunque dicho debate no empezó con ellas, las recientes declaraciones (a partir de una entrevista en Pitchfork) en las que Björk ha criticado con poderío su invisibilidad como productora de su propia música han situado la cuestión en primer plano. La polifacética islandesa atribuía buena parte de la responsabilidad de esa falta de presencia a la idea extendida y subyacente de que el productor siempre es un hombre. Aún incluso asumiendo que sean autoras de la música que escuchamos, incluso cuando los créditos de los discos lo digan bien claro, las mujeres como ella lo tienen complicado para ser percibidas como productoras o co-productoras de las canciones. Björk aclaraba que, pese a la creencia extendida sobre su obra, en su caso los productores y demás colaboradores invitados nunca han tenido más peso que ella en el resultado final, sugiriendo que fue siempre una decisión de apertura musical y ganas de trabajar con otros, y en ningún caso una dependencia, lo que la llevó a buscarlos.
Una poderosa reacción a las palabras de Björk ha sido la de la compositora y productora alemana Antye Greie (AGF, poemproducer), integrante de una red internacional de mujeres artistas de electrónica y arte digital llamada Female: Pressure. Inspirada por la clara denuncia de Björk, Greie ha creado un blog en Tumblr que día a día se va llenando de perfiles de cientos de productoras retratadas en su ambiente de trabajo musical. Esa clase de fotos son consideradas imprescindibles para paliar ese problema del no querer saber.
Pero, como decimos, las palabras de Björk pueden recogerse dentro de un amplio cuestionamiento en torno a la visibilidad. El artículo publicado en enero de 2014 por Lauren Martin (Please, Don't Let 2014 Be the Year that Female DJs Are a Novelty) y el que firmara Steph Kretowicz el pasado 31 de diciembre (Feminine Appropriation Was 2014's Biggest Electronic Music Trend) sirvieron en 2014 de marco para tratar el resbaladizo fenómeno de los productores hombres que se ocultan tras pseudónimos femeninos. Miss Modular, Patricia, Millie & Andrea, Lucy, Agnes, Karenn, Georgia Girls, Margaret, Daphni, Samantha Glass, entre otros, son pseudónimos bajo los que se camuflan hombres. El disfraz es a menudo un tipo de feminidad meramente nominal y casi se diría que casual. Sobre ello Lauren Martin indicaba lo doloroso de esa sutil suplantación precisamente en el campo de la producción musical: “Utilizar lo femenino para rodear de un aura de misterio no sólo contribuye a reforzar los estereotipos misóginos de la mujer como la figura que no es vista ni escuchada, sino que además al relacionarse con la mujer o lo femenino sólo a un nivel superficial, podría llegar a minar activamente a las mujeres que en su derecho simplemente buscan trabajar sin que su género sea tratado como gancho comercial”.
En otros casos, como sucede con el entorno de PC Music y Sophie, funciona de modo mucho más complejo como discurso que dialoga con los diferentes estereotipos acríticos con el sexismo corriente en la sociedad mundial. Lo femenino en esos casos es para empezar sinónimo de lo mono, lo tímido y asustadizo, lo banal y frívolo, y un tipo de sexualidad teen tirando a infantil, de un lolitismo digamos infraleve. Casi un año más tarde, el citado articulo Steph Kretowicz continuaba la conversación iniciada por Martin con más matices y calado pero conclusiones parecidas en relación con esos productores enmascarados que hacen un uso más minucioso de la estética parodiada de la muchachita: “al apropiarse de identidades estereotipadamente femeninas, objetualizándolas mientras se ocultan, los hombres tras PC Music y Sophie están literalmente colonizando el cuerpo femenino usándolo como un instrumento para proyectar sus propias motivaciones ocultas. Resulta familiar.” Después Kretowicz explicaba que durante un tiempo asumió las estrategias de PC Music y su jefe A. G. Cook y de Sophie como representaciones de una ruptura post-humana y anti roles de género, y ese tipo de imaginario que fetichiza la cultura de la adolescente alienada en productos de consumo como una crítica implícita al capitalismo (“Sonaba y se parecía al consumismo que domina la sociedad en general donde los hombres hacen la música y las mujeres aportan su cuerpo para venderla, con la diferencia de que ellos actuaban en el sudado sótano de un local de punk DIY”). Pero, pese a su comprensión del juego, finalmente concluye su artículo rotundamente: “quizá sea hora de que los chicos admitan el hecho de que están usando toda esa mierda de chicas sin la mierda de ser chicas”.
Parece evidente que la nada ingenua y al mismo tiempo oscura fetichización de ese universo de lo mono y ñoño, lo cute, lo kawaii y demás estereotipos de una feminización naif y zombie del sistema, juega con doble baraja y quizá con ases en la manga. La ambigüedad permite una separación misteriosa que alimenta la atracción a la vez que ofrece un paisaje abierto a una libre interpretación e identificación por parte de cada integrante del público en virtud de sus ideas preconcebidas y su reflexión sobre las cuestiones de género.
Sea como sea, al margen de si en estos casos de A. G. Cook, PC Music o Sophie hay o no un colonialismo aprovechado, quizá llamen más poderosamente la atención los casos más suaves y poco pensados de uso de lo femenino. Y es que no deja de resultar delatador el hecho de que ciertos hombres productores para mostrar otra cara musical, colaborar con otros en cosas secretas o simplemente jugar al escondite, es decir como estrategia de desaparición pública, elijan nombres de mujer. Ello está muy lejos de ser una maniobra de ruptura como la de Duchamp con su personaje Rrose Sélavy y, sean o no conscientes de ello, tal idea lleva implícita la noción de que una mujer finalmente es alguien potencialmente invisible, de que el hecho de que una mujer se encuentre tras la producción de un disco es algo exótico e improbable y, lo que es peor, la idea de que para ser nadie basta con ser una mujer sin una imagen pública. “Hazte mujer sin un cuerpo que dar a conocer, o sea sin atractivo público, es la mejor manera de volverte invisible”, parecen haber deducido del inconsciente colectivo contemporáneo. Es, en suma una extrapolación del reparto social de roles mente-cuerpo, ideas-sexo, que acaba teniendo su equivalente en los géneros hombre-mujer y su símil cultural y económico en los términos de contenido-recipiente.
El imaginario del Pop se edifica sobre una serie de elementos simbólicos que funcionan como sus verdaderos cimientos. Son herencia de la gran industria del entretenimiento para las masas que surge en los años 20 del siglo pasado en numerosos países y se consolida sobre todo en Estados Unidos. Se trata de un star system primero explorado por Hollywood que propone instantes de evasión, ilusión y consuelo frente a los sinsabores de la vida real mediante la identificación con relatos singulares épicos, heroicos y sobre todo románticos y bellos, a la vez que modelos de comportamiento imaginarios que pasan por el éxito social y económico, la fama y la riqueza. Micro-utopías individualistas de crecimiento dentro de los márgenes, siguiendo el camino de la gran vía central regulada o más o menos admitida dentro del orden establecido. Naturalmente, dentro de esos arquetipos va como anillo al dedo el de los intérpretes bellos, fotogénicos y volátilmente sexuales. Y una capa más adentro de la cebolla se encuentra el único papel que todos asumen: la mujer como objeto, como imagen que contemplar, como intérprete visual de un papel sumiso y apetecible, como representación del ideal de poseer la música, como hermoso florero, acaso trino de ave. Porque mientras existían varones que servían de objeto sexual dentro de la música Pop, muchos de ellos eran también compositores o empresarios de sus carreras y sus canciones siempre eran producidas, bien por ellos, o bien por otros hombres que vivían en el fuera de campo: los productores.
El rock durante un tiempo contribuyó lo suyo a todo esto al condensar en un producto envasado al vacío décadas de desarrollos estilísticos paralelos que tenían una épica en común: la del hombre solo ante la adversidad, buscando amor o compañía, actos valerosos de diverso y dudoso tipo o ascenso social. Hasta el glam, el rock, estuvo en buena parte marcado con tales claves. Por mucho que pueda dolernos, en la mente de muchos ha funcionado el retrato del rock que hace el crítico Joe Carducci como un género viril, música pesada relacionada con el trabajo físico (que es cosa de hombres, faltaría más) y los engranajes de las fábricas, ese cliché donde el refinamiento conlleva peligro de “amaneramiento”. Si añadimos a esa Shangri-La machota de Carducci una actitud de tomar la iniciativa frente al otro sexo, tenemos la visión estereotipada y tan limitada como frecuente de cierta clase de rockero de hoy y de siempre. La mujer dentro de ese esquema no podía ser mucho más que ese cuerpo, rostro y voz con los que vender el producto.
En el resto del pop o la música negra la cosa no ha sido demasiado diferente. Ni en el hip hop o el jazz. Desde que en 1920 Mamie Smith cantara en la considerada como primera grabación de un blues de la Historia, las mujeres han sido protagonistas vocales y visuales en la música afroamericana y en el pop estadounidense en general. Pero en una enorme proporción han servido como el señuelo de una música diseñada y producida por hombres. Siempre ha habido resistencias, claro. Y triunfos de esas resistencias. Por ejemplo, pese al ocultamiento sistemático de su protagonismo, la detonación punk y sus vidas posteriores como postpunk y nueva ola supusieron un auge del papel creador y frontal por parte de muchas mujeres, que luego se trasladó, de modos distintos pero no tanto, al indie y al movimiento riot grrrl. Mujeres como Sharon Cheslow con su artículo y listado Women in Punk 1975-1980 se han encargado de recordárnoslo.
De todos modos, visto lo visto no resulta demasiado complicado entender que la presente explosión de productoras se esté dando mayoritariamente en el terreno de la música electrónica y experimental (generalmente hecha con ordenadores y demás equipos domésticos en la soledad casera no fotografiada de la que hablaba Björk) y no tanto en un rock o un pop más estigmatizados por esa Historia. Y, sin embargo, vemos como una y otra vez mujeres artistas como Björk, son finalmente reconocidas sobre todo por la capa final de apariencia, sexualidad y glamour que, mediante voz, rostro y cuerpo, aportan al producto final. La producción musical es hoy por hoy una muralla que parece difícil de flanquear para cualquier mujer. Es una clase de misión donde toda la épica varonil del rock se junta con otra circunstancia: la invisibilidad. El del productor musical es un arquetipo más dentro del Pop: el hombre capaz de controlar una situación endiablada y dominarla. Hombres inteligentes, genios obsesivos y locos de la música, gurús ancianos y sabios, técnicos y consejeros brillantes, arreglistas o magos del sonido…Pero más allá de una serie de iconos que en ocasiones tienen que ver más con las propias historias paralelas de mitificación de la cultura Pop (las andanzas violentas de Spector, un Brian Wilson en trance haciendo Pet Sounds o Smile, las anomalías obsesivas de Joe Meek o Martin Hannett se posan sobre sus magníficos trabajos e inventos) la producción musical tiende a ser invisible.
De modo que las actuales productoras se encuentran ante la dicotomía de aspirar a una visibilidad como profesionales y artistas dentro de un tipo de rol que tiende a la invisibilidad. En un magnífico artículo reciente, Ruth Saxelby pregunta a trece productoras con trabajos significativos en la actualidad (Fatima Al Qadiri, Caroline Polachek, WondaGurl, Holly Herndon, Asma Maroof, Tokimonsta, Ikonika, Anna Lunoe, Jubilee, UNiiQU3, Leila, Nightwave y Emily Reo) por qué piensan que no aparecen más mujeres productoras y cómo cambiar ese dominio masculino del campo profesional.Las sucesivas declaraciones sitúan la cuestión de la visibilidad y la glamourización de la actividad femenina en el centro de un debate donde las conclusiones llegan a ser casi opuestas.
Caroline Polachek (Chairlift, Ramona Lisa) comenta: “hay un montón de artistas ahora mismo que se auto-producen y están encontrando elaboraciones sonoras innovadoras para sus propias voces o composiciones, y es un parte vital del paisaje musical actual, pero el mensaje resultante es que la mujer productora es una cantante que se presenta de forma más estética y que tan sólo produce su propia música (…) Apoyando a estas cantantes como productoras-iconos podríamos estar potencialmente desanimando a chicas que no se sienten cómodas presentándose como objetos visuales para entrar en el juego.”
La australiana Anna Lunoe explica: “necesitamos no sólo mujeres que producen sino (y esto es importante) que para estimular el cambio significativo necesitamos que de hecho lleguen a arriba y se vuelvan visibles (…) Los productores por naturaleza no son siempre visibles, lo que significa que para crear más cambios, la mujer no sólo debe ser productora sino que potencialmente deben presentarse y actuar - ser públicamente vistas y aceptadas (….) La visibilidad es la clave del cambio”.
La californiana Holly Herndon abre aún más el prisma. Dice “la música (…) es bastante conservadora. No parece que los arquetipos cambien en realidad. Cada año sale una diva, una bailarina, un chico malo, un crooner, la vecina de enfrente, una reina de la moda, una cantante exquisita; todas actualizaciones de un modelo anterior (…) Nuestra barrera más grande es la obsesión con tales arquetipos viejos, no insistir lo suficiente en fijar otros nuevos que reflejen la cultura en la que nos gustaría vivir. Eso va más allá de las cuestiones de género. Necesitamos crear nuevas fantasías.”
El debate es un laberinto y la decisión tiene algo de esquizofrénica. Parece que ser quien está detrás del sonido de los discos, quien ayuda a veces decisivamente a la creación de una música grabada pero no puede aspirar a figurar más que en los créditos, podría ser una forma estupenda de empoderamiento femenino. Pero ese rol asentado en una apariencia de cero glamour cierra puertas a muchas productoras al llevar a las que “sólo” producen lejos de los focos, lo que a su vez ayuda a que esa clase de trabajo siga siendo entendido como algo masculino y a que menos mujeres jóvenes que vienen detrás se animen a seguir ese camino artístico y profesional. Así pues, ¿debe visibilizarse e incluso glamourizarse un poco la producción ejerciendo esa labor triple de productora-compositora-intérprete para lograr des-identificar la labor con la mente masculina que no necesita visibilidad y así conseguir respeto profesional y atraer a más mujeres jóvenes para que accedan a cierto área de control artístico de la música hasta ahora casi un club privado de hombres? ¿O, por el contrario, hacer ver la producción como una nueva forma inventada de estereotipo cultural y sueño de éxito podría provocar una nueva carrera competitiva por despeñarse en las simas de un nuevo estereotipo femenino a gusto del mercado y el papel que reserva para la mujer?