Los ya muy mencionados en los anteriores post, Gabriel Prokofiev y NonClassical actúan como centinelas de cierta autenticidad progresista para este movimiento de la nueva clásica alternativa. Es confuso porque en el fondo proponen huir del idealismo romántico para apostar por ese otro idealismo que es la vanguardia, aunque de la mano de un materialismo que resucite la capacidad popular de lo innovador. Así, para una parte de los integrantes de este movimiento, la posición a tomar es beligerante contra algo así como un populismo carca y cursi, como evidente es su recelo contra el crossover Pop. En un sentido similar, el ya citado Manifiesto de Thom Andrewes dice al respecto: “El populismo no tiene por qué ser reaccionario (…) El nuevo movimiento musical debería ser populista sin cinismo, suponer que la gente quiere escuchar el mundo expresado e interpretado por la música. Tendrá que ser optimista, ya que gran parte del populismo clásico espera lo peor de la gente, y deberá evitar lo que es bueno para el mainstream (…) El mejor modelo histórico para un movimiento semejante sería, parece claro, aquel nuevo movimiento populista que surgió en los años 20 en Weimar y París entre otros lugares, que estaba caracterizado por un compromiso con la música popular, con explícitas políticas de izquierda, y con lo cotidiano en la sociedad. Su objetivo entonces era resultar accesible e inteligible y giraba en torno a la producción constante de nuevas obras relevantes". El caso es que, quizá si se extrae de la ecuación un claro compromiso con políticas de izquierda (se defina como se defina tal cosa), la descripción que hace Andrewes de esa actitud del periodo de entreguerras encaja con una parte importante de los compositores más interesantes salidos de este corrimiento de tierras durante la última década. Aquéllos que, sin perder sus conocimientos académicos y los enfoques y estrategias creativas que les son propios, no sólo salen a buscar al público en los espacios comunes (como vemos, más comunes incluso que el club) y fuera de la lógica economicista, sino que no dudan en soltarse libremente ante sus impulsos Pop y a abordar temas de andar por casa con desenfado y honestidad, o bien se obligan a usar las técnicas musicales más sencillas y reconocibles. Podemos poner algunos ejemplos: Anna Meredith es una de las singularidades más emocionantes de los últimos tiempos surgidas en Gran Bretaña. La escocesa afincada en Londres, tras años de ser compositora residente de la BBC Scottish Symphony Orchestra y colaboradora de Sinfonia ViVa, se vio envuelta en una agria polémica en 2012 con motivo del más bien pomposo y nacionalista evento Last Night of the Proms en el Royal Albert Hall de la capital británica. Meredith simplemente hizo que los 160 integrantes de la National Youth Orchestra dejaran a un lado sus instrumentos para interpretar su obra primitivista HandsFree, dando palmas, chasqueando los dedos, usando el cuerpo y la voz como percusión en una increíble coreografía que volaba por los aires muchas de las rigideces y solemnidades que ponen en dificultades a la misma música en el entorno simbólico de la clásica. Esta compositora ha escrito obras para escáner de resonancia magnética, conciertos para beatboxers y una pieza para cinco orquestas sinfónicas conectadas vía satélite. También probó con piezas que consistían en arabescos de fagot procesado con sonido de solo guitarrístico heavy. Pero más allá de esas experiencias de apertura, ha logrado su particular encuentro con un público fuera de las fronteras del gueto clásico gracias a un par de fabulosos últimos EPs, Black Prince Fury (2012) y Jet Black Raider (2013), ambos publicados por el sello de Pop Moshi Moshi Records. Allí combina una visión ingenua y lo-fi de la electrónica de baile con elementos de composición aparentemente sencilla pero donde se palpan sus largos años de aprendizaje académico musical y compositivo y su experiencia orquestal, en cánones, fugas, contrapuntos, ritmos y el uso de los instrumentos acústicos que, junto a su electrónica desinhibida de juguete, dan lugar a una red de fanfarrias y fantasías emocionantes e hipnóticas.
Meredith pertenece al colectivo de compositores de Camberwell (C3), fundado en 2004 por ella misma junto a Emily Hall, Chris Mayo, Charlie Piper y Mark Bowden como una idea de cinco amigos para tocar sus propias composiciones en clubes de jazz. Paralelamente a sus carreras individuales han funcionado como colectivo, montando su propio programa de radio y colaborado con otros artistas, actuando en grupo con pequeños conjuntos y orquestas sinfónicas, etc. Como Anna Meredith cada uno tiene un estilo marcado y bien distinguible. Los cinco forman parte de la nómina de los más notables compositores jóvenes británicos de la actualidad y tienen cuanto menos un puñado de partituras singulares y atractivas. Si sus músicas tienen algo en común es la cercanía al mundo actual, a su torrente musical y sonidos, a sus problemas sociales, a su humor, a sus costumbres occidentales. Emily Hall con la canción, Chris Mayo y sus usos de la dinámica y la percusión, Charlie Piper con sus lúdicas composiciones en torno a temas como el insomnio y sus causas como mal contemporáneo o los mismos Piper, Meredith y Mark Bowden con sus colaboraciones con artistas visuales que usan códigos contemporáneos… todos ellos buscan apasionada y confiadamente a un público no protegido por la vieja malla de hierro de la autenticidad romántica tan habitual en lo clásico.
 
  Lo mismo sucede con una parte de los nuevos valores de la composición que críticos como Justin Davidson han calificado como la “Nueva Escuela de Nueva York”. Entre otros encontramos el caso de Missy Mazzoli, con una formación clásica de primera (Yale) quien, al graduarse en 2008, en lugar de seguir el camino habitual para casos como el suyo (enseñar a alto nivel y esperar encargos de orquestas y ensembles, becas y demás), creó Victoire, un grupo para tocar su música en directo. Como cualquier músico punk (militancia que había conocido en su adolescencia), emprendió el camino de la calle y el bolo de batalla en el bar. Mazzoli forma parte de la generación que ha crecido con esa omnipresente y ciclópea música Pop que hoy impregna la memoria emocional de varias generaciones. Las aventuras fuera del redil de figuras de las generaciones anteriores como Yoko Ono, Meredith Monk o Philip Glass, como Glenn Branca, Arthur Russell o John Zorn, ahora empiezan a ser la conducta habitual. Como en el rock, muchos nuevos compositores de clásica contemporánea montan bandas donde a veces otros músicos también son compositores y juntos tocan en sitios con alquileres baratos, a cambio de la taquilla. Evitan esperar. A que pasen los largos años que se tarda desde que una orquesta encarga o acepta estrenar una obra nueva hasta que se interpreta en vivo (AndréDe Ridder de S t a r g a z e habla de esperas de entre 3 y 5 años, cuando “es música recién compuesta y uno quiere que se toque en tres meses”). A que las condiciones de financiación propias de proyectos culturales cetáceos sean las propicias. A tener hueco en los complicados grandes espacios institucionales, de alquiler imposible, o a poder entrar en sus programas con la mirada clavada en el retrovisor de la Historia. Es una generación de compositores e intérpretes desprendidos, que funcionan sin representantes, que a lo sumo tienen un sello indie que los respalda, que montan fiestas temáticas, eventos en el espacio público y conciertos despreocupados en garitos y clubes donde tocan su música a un público de semejantes receptivos que se sienten cómodos allí. E incluso festivales donde la escena se retroalimenta pero el bucle es abierto.   En este sentido, y siguiendo en EE.UU., otra de las figuras importantes de esta “nueva escuela” es el compositor JuddGreenstein, ejemplo paradigmático de lo que hablamos, sobre todo en su papel de co-fundador del alma de la clásica alternativa en Nueva York, el sello y promotora de eventos New Amsterdam. Greenstein y sus socios organizan también el festival Ecstatic Music, una serie de eventos de directo basados en encargos previos donde, aún más que lo que ocurre en sus equivalentes británicos, las sorpresas con la nueva música están garantizadas sin olvidar los antecesores inmediatos. Por ejemplo, el cartel de 2015 incluyó un homenaje a Terry Riley por su 80 cumpleaños, y un especial de Bang on a Can (que podrían representar al abuelo y padres del invento respectivamente), pero a ello se sumaron colaboraciones de Mantra Percussion con Xiu Xiu, de Helado Negro con thingNY, de Julia Holter y Alex Temple con el Spektral Quartet, de Annie Gosfield, Roger Kleier, Billy Martin con Wicked Knee, o de John Zorn, Tale Ensemble, Tyshawn Sorey e Ikue Mori, entre otros.   Como se ve, muchos protagonistas son compositores en los límites entre dos mundos. Y es que, como refleja el crítico Brett Campbell, la anterior fue la última generación de músicos formados en la academia que en general creyó en lo obligatorio de elegir entre hacer música clásica o popular, ya que no puedes hacer ambas. Los compositores más jóvenes simplemente ya no tienen presente tal cal clase de separación. El compositor Matt Mark dio en el clavo cuando afirmó que la principal diferencia de la nueva generación es que ignoran las evidentes diferencias entre músicas clásicas y populares, que se sumergen en el caudal musical de todas sus influencias, aprendidas tanto en la academia como en la calle.     En EE.UU. y en especial en Nueva York, las bandas y ensembles florecen en este panorama de bolos informales sin definición clara, son apátridas y ausentes de las viejas batallas. El foco se pone en el resultado final de la obras y esa clase de materialismo pasa por encima de tales disputas. Entre tanta liberación y florecimiento algunos críticos y músicos de generaciones anteriores echan de menos una tensión, un enfrentamiento con algo o al menos ese “carácter” que imprime el aislamiento social. Sin embargo, la música que probablemente resulta más potente es la más urgente, la que olvida tomar partido entre cualquier discusión entre polos opuestos (sean estos culta o popular, clásica o contemporánea, tonal o atonal, minimalista o serial, totalista o postminimalista, emotiva y bonita o experimental y dura, etc.)   En lugares como Le Poisson Rouge (que también tiene una banda residente) y festivales de verano al aire libre como Ecstatic Summer, tales compositores cuentan con instrumentistas liberados, emancipados del rol de miembro de una gran orquesta por su deseo de tocar nueva música. Y muchas veces esos instrumentistas virtuosos y con vastos conocimientos musicales de diverso tipo se acercan al DIY, a la improvisación, a la experimentación de tocar en grupos insospechados, a nuevos instrumentos, métodos y sonidos. Pero, y aquí radica una de las diferencias esenciales, lo hacen desde la óptica de quien conoce el trabajo con el papel pautado, muchos de los componentes de la gran maquinaria de la música y la disciplina y precisión del aprendizaje de un instrumento. Ya hemos citado a algunos británicos (Oliver Coates podría ser incluido). En EEUU, en la estela del colectivo de compositores e intérpretes ya consolidado Bang on a Can, ahora suenan algunos como esos thingNY o Mantra Percussion, y otros como Ymusic (que en su último disco no sólo se acercan a nuevos repertorios, sino que han descubierto las virtudes de cuidar la producción musical típica del pop, que corre a cargo del siempre interesante Ryan Lott, aka Son Lux), el Calder Quartet, la NOW Ensemble (que incluye a dos compositores entre sus siete miembros), el Chiara Quartet (con su iniciativa Chamber Music In Any Chamber, que les lleva a tocar en bares y clubes además de su trabajo en conciertos más normalizados), Roomful of Teeth (el coro de Massachusetts con hechuras de banda de Pop e influencias que van de la opera al canto gregoriano, pasando por el canto de garganta Tuvá, el folk sardo o el pansori coreano, formado en 2009 por el cantante y director Brad Wells), la Great Noise Ensemble o los So Percussion. Éstos últimos han sido cómplices de uno de los compositores de esta “Nueva Escuela de Nueva York” más relevantes y a la vez también más conocido por el público del Pop, el músico de Baltimore Dan Deacon. En 2011, cuando éste se encontraba en el pico de su popularidad dentro del panorama del pop más experimental, escribió Ghostbuster Cook: Origin of the Riddler, que interpretó junto a tal grupo de percusión.  

Lo mismo sucede con una parte de los nuevos valores de la composición que críticos como Justin Davidson han calificado como la “Nueva Escuela de Nueva York”. Entre otros encontramos el caso de Missy Mazzoli, con una formación clásica de primera (Yale) quien, al graduarse en 2008, en lugar de seguir el camino habitual para casos como el suyo (enseñar a alto nivel y esperar encargos de orquestas y ensembles, becas y demás), creó Victoire, un grupo para tocar su música en directo. Como cualquier músico punk (militancia que había conocido en su adolescencia), emprendió el camino de la calle y el bolo de batalla en el bar. Mazzoli forma parte de la generación que ha crecido con esa omnipresente y ciclópea música Pop que hoy impregna la memoria emocional de varias generaciones. Las aventuras fuera del redil de figuras de las generaciones anteriores como Yoko Ono, Meredith Monk o Philip Glass, como Glenn Branca, Arthur Russell o John Zorn, ahora empiezan a ser la conducta habitual. Como en el rock, muchos nuevos compositores de clásica contemporánea montan bandas donde a veces otros músicos también son compositores y juntos tocan en sitios con alquileres baratos, a cambio de la taquilla. Evitan esperar. A que pasen los largos años que se tarda desde que una orquesta encarga o acepta estrenar una obra nueva hasta que se interpreta en vivo (André De Ridder de S t a r g a z e habla de lapsos de entre 3 y 5 años, cuando “es música recién compuesta y uno quiere que se toque en tres meses”). A que las condiciones de financiación propias de proyectos culturales cetáceos sean las propicias. A tener hueco en los complicados grandes espacios institucionales, de alquiler imposible, o a poder entrar en sus programas con la mirada clavada en el retrovisor de la Historia. Es una generación de compositores e intérpretes desprendidos, que funcionan sin representantes, que a lo sumo tienen un sello indie que los respalda, que montan fiestas temáticas, eventos en el espacio público y conciertos despreocupados en garitos y clubes donde tocan su música a un público de semejantes receptivos que se sienten cómodos allí. E incluso festivales donde la escena se retroalimenta pero el bucle es abierto.

En este sentido, y siguiendo en EE.UU., otra de las figuras importantes de esta “nueva escuela” es el también ya mencionado compositor Judd Greenstein, ejemplo paradigmático de lo que hablamos, sobre todo en su papel de co-fundador del alma de la clásica alternativa en Nueva York, el sello y promotora de eventos New Amsterdam. Greenstein y sus socios organizan también el festival Ecstatic Music, una serie de eventos de directo basados en encargos previos donde, aún más que lo que ocurre en sus equivalentes británicos, las sorpresas con la nueva música están garantizadas sin olvidar los antecesores inmediatos. Por ejemplo, el cartel de 2015 incluyó un homenaje a Terry Riley por su 80 cumpleaños, y un especial de Bang on a Can (que podrían representar al abuelo y padres del invento respectivamente), pero a ello se sumaron colaboraciones de Mantra Percussion con Xiu Xiu, de Helado Negro con thingNY, de Julia Holter y Alex Temple con el Spektral Quartet, de Annie Gosfield, Roger Kleier, Billy Martin con Wicked Knee, o de John Zorn, Tale Ensemble, Tyshawn Sorey e Ikue Mori, entre otros.

Como se ve, muchos protagonistas son compositores en los límites entre dos mundos. Y es que, como refleja el crítico Brett Campbell, la anterior fue la última generación de músicos formados en la academia que en general creyó en lo obligatorio de elegir entre hacer música clásica o popular, dado que se supone que no puede hacer ambas. Los compositores más jóvenes simplemente ya no tienen presente tal cal clase de separación. Uno, Matt Mark dio en el clavo cuando afirmó que la principal diferencia de la nueva generación es que ignoran las evidentes diferencias entre músicas clásicas y populares, que se sumergen en el caudal musical de todas sus influencias, aprendidas tanto en la academia como en la calle.

En EE.UU. y en especial en Nueva York, las bandas y ensembles florecen en este panorama de bolos informales sin definición clara, son apátridas y ausentes de las viejas batallas. El foco se pone en el resultado final de la obras y esa clase de materialismo pasa por encima de tales disputas. Entre tanta liberación y florecimiento algunos críticos y músicos de generaciones anteriores echan de menos una tensión, un enfrentamiento con algo, o al menos ese “carácter” que imprime el aislamiento social. Sin embargo, la música que probablemente resulta más potente de la que surge de este contexto es la más urgente, la que olvida tomar partido entre cualquier discusión entre polos opuestos (sean estos culta o popular, clásica o contemporánea, tonal o atonal, minimalista o serial, totalista o postminimalista, emotiva y bonita o experimental y dura, etc.)

En lugares como Le Poisson Rouge (que también tiene una banda residente) y festivales de verano al aire libre como Ecstatic Summer, tales compositores cuentan con instrumentistas liberados, emancipados del rol de miembro de una gran orquesta por su deseo de tocar nueva música. Y muchas veces esos instrumentistas virtuosos y con vastos conocimientos musicales de diverso tipo se acercan al DIY, a la improvisación, a la experimentación de tocar en grupos insospechados, a nuevos instrumentos, métodos y sonidos. Pero, y aquí radica una de las diferencias esenciales, lo hacen desde la óptica de quien conoce el trabajo con el papel pautado, muchos de los componentes de la gran maquinaria de la música y la disciplina y precisión del aprendizaje de un instrumento. Ya hemos citado a algunos británicos (Oliver Coates podría ser incluido). En EEUU., en la estela del colectivo de compositores e intérpretes ya consolidado Bang on a Can, ahora suenan algunos como esos thingNY o Mantra Percussion, y otros como Ymusic (que en su último disco no sólo se acercan a nuevos repertorios, sino que han descubierto las virtudes de cuidar la producción musical típica del pop, que corre a cargo del siempre interesante Ryan Lott, aka Son Lux), el Calder Quartet, la NOW Ensemble (que incluye a dos compositores entre sus siete miembros), el Chiara Quartet (con su iniciativa Chamber Music In Any Chamber, que les lleva a tocar en bares y clubes además de su trabajo en conciertos más normalizados), Roomful of Teeth (el coro de Massachusetts con hechuras de banda de Pop e influencias que van de la opera al canto gregoriano, pasando por el canto de garganta Tuvá, el folk sardo o el pansori coreano, formado en 2009 por el cantante y director Brad Wells), la Great Noise Ensemble o los So Percussion. Éstos últimos han sido cómplices de uno de los compositores de esta “Nueva Escuela de Nueva York” más relevantes y a la vez también más conocido por el público del Pop, el músico de Baltimore Dan Deacon. En 2011, cuando éste se encontraba en el pico de su popularidad dentro del panorama del pop más experimental, escribió Ghostbuster Cook: Origin of the Riddler, que interpretó junto a tal grupo de percusión.

Desde ese año, Deacon parece cada vez más inclinado a explorar ese terreno pegado a lo Pop pero ya fuera de sus fronteras más generosas. Algo más pronunciado aún le ha ocurrido a Tyondai Braxton quien, tras una fase de años vinculado al rock alternativo como compositor, guitarrista y cantante de la banda Battles, recientemente parece más metido que nunca en una obra propia, más comprensible dentro del mundo de la clásica contemporánea. Braxton ha publicado este año Hive1, un disco alienígena con composiciones para sintetizador modular y percusión, a la vez que realiza composiciones por encargo para formaciones como Bang on a Can o Alarm Will Sound. Todos ellos son autores y músicos de alta formación académica que viven con más naturalidad su relación con las formas de Pop/Electrónica y, atraviesen o no una fase más cercana a ese contexto, adoptan muchas de sus abundantes posibilidades y características formales sin ningún complejo ni diferenciación para piezas que emplean muchas de las características de la clasicidad y que no lo son. Como los todoterreno Nico Muhly o Mica Levi. O como el mucho menos conocido Mario Diaz de León, compositor e instrumentista egresado en la universidad de Columbia que alterna obras de clásica contemporánea y electrónica con su proyecto de metal experimental Oneirogen. A menudo Diaz de León se apoya en otra ensemble, ICE, cuyo lema es “New century, New audiences, New music” y que se ofrece para transformar las nuevas ideas en nueva música y viceversa disolviendo las fronteras entre artista y productor, empoderando a los artistas de su generación para que creen nuevas e innovadoras obras. “Vemos la música contemporánea como un proceso, no un producto; una modalidad musical líquida siempre cambiante que nos conecta con el mundo cambiante que nos rodea.”

 

Llegamos ya al final de este largo paseo y resulta inevitable preguntarse sobre algo que flota en el aire desde el principio: ¿quién paga a estos intérpretes y compositores que se sueltan la melena? ¿Pueden vivir dentro de este emergente movimiento con su propia iniciativa como único alimento? ¿Puede abandonar este sector aún minoritario la tutela de las instituciones gubernamentales? ¿Debe apoyarse en empresas que lo esponsoricen, como ocurre crecientemente en el Pop? ¿Hay un público lo suficientemente consistente para alimentar tan horizontal cadena o también aquí el compositor y músico acaba siéndolo a tiempo parcial en su mayoría?

El movimiento puede asumir el espíritu de autogestión y DIY propios de otras artes contemporáneas y omnipresente en el Pop actual y de siempre. Pero, siendo aún poco masivo, puede encontrarse con ser poco sostenible a la vez que corre el riesgo de quedarse de paso también la enorme precariedad en que malvive el pop minoritario (es decir la mayoría del pop) hoy. Pese a que algunos, como es el caso de Multi-Story Orchestra, la generosidad de sus creadores parece haber acabado funcionando económicamente, en muchos de estos proyectos, el objetivo no parece ser obtener beneficios, ni una forma de buscarse la vida por falta de otro trabajo. Las entrada en las noches Kammer Klang suelen cuesta menos de 9 libras (5 para los estudiantes). Precios parecidos tienen muchas noches NonClassical. Los conciertos de Le Poisson Rouge están en torno a lo mismo (unos 15 dólares). Tarifas estándar de bolo de rock. Lo que se busca, en primer lugar, es acercarse a un nuevo público integrado por cualquiera que quiera asistir para, a continuación, cautivarlo. El acento ahí está en salir del alto auditorio a las callejuelas y plazas del centro. Mientras tanto, algunas instituciones y la obra social de empresas privadas empiezan a financiar de manera más fuerte algunos eventos más grandes o consolidados: así Brookfield (firma de fondos de inversión y gigante empresarial multinacional con sede en Canadá) financia iniciativas de New Amsterdam como Ecstactic Festival, mientras PRS for Music (entidad británica de gestión de derechos de autor) apoya a NonClassical.

Este movimiento de la clásica alternativa parece ir sobrado de nuevas ideas, de la tan necesaria controversia y de iniciativa. Por lo que, si aplicamos las lecciones tan bien conocidas en en el Pop, vemos que en realidad el éxito o fracaso se encuentra en esa disyuntiva entre ser autosuficiente y sostenible mediante la seducción de una base sólida de fans, o ser más grande pero dependiente de las administraciones públicas o de las empresas privadas. Si los propios músicos y compositores que han logrado generarlo son capaces de seguir aplicando la receta del colectivismo, el cooperativismo y una visión económica realista y de guerrilla sin perder de vista a un público menos exclusivo, seguramente funcionará de verdad como posibilidad. Si en cambio opta por olvidarlo para dejarse caer del todo en la esponsorización de marcas en pos de una difusión próxima a la cultura del hype pueden acabar perdiendo contacto con la realidad, la independencia, los debates y la energía que lo hicieron surgir. Aunque, quién sabe, quizá esta nueva escena de nueva música para un nuevo público que tanto se viene fijando en los modos de comunicación y difusión del Pop también pueda aportar nuevas soluciones para este dilema. De momento, larga vida. Quien esto escribe observa el fenómeno como un ovni que se hubiera hecho visible de pronto. Un objeto improcedente y antaño legendario y sagrado que se reclina hasta tomar consistencia amable, palpable, acariciable, sensual. Y que abre un abanico de nuevas posibilidades que sin duda hay que tener muy en cuenta en el actual estado de la Música global.