Tommaso es la historia de un artista norteamericano que vive en Roma con su mujer y su hija. El artista, un actor y director de cine, lo interpreta Willem Dafoe, y su familia en la ficción es la de Abel Ferrara, a quienes dan vida (o se interpretan a sí mismas) la joven esposa del director, de origen ruso, Cristina Chiriac (Nikki), y la hija pequeña de ambos, Anna Ferrara. Son una familia de inmigrantes residentes en el centro de Roma.
Los intercambios entre realidad y ficción quedan prácticamente neutralizados en esta crónica semi-autobiográfica del cineasta del Bronx, quien de nuevo entrega un film en torno al poder demoníaco de las adicciones, con sus luces y sombras, pero que al mismo tiempo nos sitúa al autor de Teniente corrupto en un periodo de madurez muy concreto en su vida y en su carrera como artista, con una cierta mirada a las sombras del pasado y su peso redentor, pero arrojando un genuino entusiasmo por el futuro, a pesar de las preocupaciones del presente. La mayor parte de estas preocupaciones, y que forman el centro dramático del film, gravita alrededor de la infidelidad, la de su mujer (a quien descubre en un parque besándose con otro hombre) y la suya propia, que vuelca mayormente en fantasías oníricas con las mujeres que le rodean en su vida cotidiana: una camarera, una profesora de italiano, una de sus estudiantes de interpretación…
Acaso lo más fascinante de Tommaso es su cualidad de funcionar como relato externo y como relato interno. Podemos apreciarla y disfrutarla como una historia en tercera persona, una ficción contemporánea en una capital europea con actores internacionales; pero también como una historia en primera persona, que arranca todo filtro pudoroso para mostrarnos las intimidades del autor, del hombre detrás de la cámara. No en vano, Ferrara rueda en su propia casa y filma a su propia familia. En algunas escenas comenta y recrea el guion que está escribiendo en ese momento, y que en unos años se convertiría en su largometraje Siberia.
En el pasillo de la casa se amontonan las cajas de botellas de agua con gas que, consumidas en dosis masivas por el propio Ferrara, le mantienen sobrio desde hace seis años. Sin duda, la empatía inicial con el protagonista (en otra soberbia interpretación de Dafoe, siempre en el límite de sí mismo, poniendo toda la carne en el asador) viene dada por el conocimiento aunque sea superficial de la persona detrás del cineasta, o al menos de su obra. Pocos autores contemporáneos se han volcado a sí mismos –a través de distintos géneros cinematográficos y fórmulas narrativas metafóricas– como el autor de El funeral, que parecía haber llegado a su cima con Go Go Tales, pero que en los últimos años ha seguido demostrando que aún tiene mucho que aportar a las derivas del cine contemporáneo.
El espectáculo del yo, en definitiva, no deja de ser una de las corrientes principales que definen esas corrientes sumergidas en los hitos del cine más reciente. Tommaso no será la película probablemente por la que más se recuerde a Ferrara con el tiempo, pero sin duda emerge como una extraordinaria conquista del cine íntimo, el cine del yo, la crónica personal de un hombre que se radiografía a sí misma (encarnado por su gran amigo y actor fetiche, y vecinos en Roma, donde viven ambos con sus familias desde hace años) a través de su talento y su audacia creativa.
Es un artista capaz de convertir su rutina, sus ambiciones y preocupaciones personales, en un drama perfectamente coherente con los mecanismos dramáticos que proporciona el cine. Y lo logra a través de una puesta en escena brillante, intensa, valiente en su exploración y sus saltos al abismo. Ahí tenemos para el recuerdo las confesiones en el grupo terapéutico de drogodependientes, donde no podemos dejar de ver en los testimonios de Tommaso (Dafoe) las propias confesiones de Ferrara.
La honestidad es uno de los principales motores emocionales del arte. Es también el principal vuelo expresivo del cine de Ferrara, aquello que lo hace realmente único e inimitable. Tommaso es su película terapéutica, triste y hermosa al mismo tiempo, en la que no se anda con rodeos y apunta directo a su propio cuestionamiento existencial como artista y como ser humano. El juego de espejos que pone en escena se diluye a través del más estricto autorretrato, pintado en vídeo digital, en la mejor tradición del género, que es especialmente huidizo en el arte cinematográfico.
Rosellini, Godard, Fellini, Akerman, Fosse, Almodóvar… el cine moderno y sus grandes creadores lo han frecuentado para legarnos grandes y no tan grandes películas. Un autorretrato no son unas memorias, sino la mirada que un artista ofrece de sí mismo en un tiempo y un lugar concretos, una suerte de autoexorcismo que en el caso de Ferrara transita de un extremo a otro, de la serenidad del budismo a la exaltación pasional. Un nuevo punto desde el que recomenzar.