Guinjoan y Marco, Marco y Guinjoan, conquistar o convencer, tanto monta. Musicalmente hablando, Guinjoan es antípoda de Marco y, naturalmente, viceversa. La música de Joan Guinjoan es sensorialidad, chorro de luz hecho con el oído y lanzado sobre el oído, es conocimiento puramente acústico y afectivo. La de Tomás Marco es, por el contrario, casi solo forma, música imaginada por un creador cuyo oído no es soberano, sino súbdito al servicio de otras facultadas constructivas. Conocimiento intuitivo/racional, o sea, conocimiento propiamente dicho. Ambos tienen ahora disco nuevo, de Verso el primero, de Dynamic el otro, y recomiendo el ejercicio de oír los dos, uno tras otro, para ver de desliar el lío éste de la música contemporánea, en este caso la española.

El disco/retrospectiva de Joan Guinjoan empieza con un cencerro campanilleando la vieja llamada del titiritero, «¡atención, señores, que comienzo!» Suena la percusión, delicada más que ruidosa, como siempre en Guinjoan, en “Tensión-relax” (1972), y en “Variaciones Cuncti simus contanentes” (1969), donde tenéis que oír a Juanjo Guillem, nuestro más grande percusionista, demostrando cómo se articula y se frasea sobre un vibráfono. Y suenan las dos obras maestras de Guinjoan para piano y dos percusiones, siguiendo el camino abierto por Bartók: “Cinco estudios” (1968) y “Prisma” (1979), con Guillem y Rafa Gálvez y los pianistas Isabel Puente y Antonio Narejos. Estos dos se dan el gustazo de tocar el dúo de pianos “Flamenco”, porque Guinjoan es de los pocos que ha sabido llevar con éxito el flamenco —su espíritu, más que su cuerpo— al medio clásico, que es hostil por su propia constitución a la jondura y a la pena infinita. Suena también el acordeón de Iñaki Alberdi en una preciosidad reciente titulada “Sonidos de la tierra” (2007). Tierra con te minúscula, porque no es el planeta, no va de músicas del mundo, es la terreta, es Riudoms, provincia de Tarragona, su pueblo, donde el niño Joan tocaba el acordeón.

El disco de Tomás Marco empieza repetitivo, con un dibujo “minimal” que huye del drama, como dice él, pero se las arregla para evocar, por medios estrictamente formales, la serenidad del último Goya y la direccionalidad, a la vez nítida y expresiva, de los aguafuertes. Es “La nuit de Bordeaux”, una obra desconcertante, como todas las de este disco dedicado a la guitarra, y como todas las buenas de Marco. Paro al oyente en seco —parece plantearse Marco—, lo agarro de los hombros, lo agito un poco, y le espeto, eh, te creías que la música, el arte y la vida eran así, pues fíjate bien, porque a lo menor resulta que no. Marco desafía los principios seculares de la musicalidad y construye imperturbable una música antimusical que, en otras manos, sería imposible. La sonoridad dulce de la guitarra de Marcello Fantoni aterriza como parachutada desde otro planeta sobre un secarral, áspero cual cucharada de arena, que el cuarteto de cuerda ha construido durante varios minutos. A partir de esa escena inicial, de película de ovnis, la música de “La noche de Burdeos” contrapone la guitarra al cuarteto, lo suave a lo duro, lo bonito a lo feo, lo evidente a lo raro, de diversas maneras, a cual más desorientadora, y tú, sin saber bien por qué, necesitas seguir escuchando hasta el final. Y lo que sacas en conclusión es que, por caminos bastante extraños, Tomás te ha conducido al quid de la cuestión. Porque para qué ha de servir el arte si no es para hacerte descarrilar y ponerte a caminar sin carriles.