Todo es empezar, decimos de las actividades placenteras: nos pasaríamos la vida entregados a ellas. Pero la frase significa más cosas, algunas bastante profundas. Pongámosla al revés: «el comienzo lo es todo». Eso le dijo Robert Schumann al gran Joseph Joachim, en una carta en la que se interesaba por su común amigo, Johannes Brahms. «Una vez uno ha escrito ya el comienzo —añadía Schumann—, el resto parece venir solo». Es el reverso de la moneda del célebre miedo de la página en blanco. Sobre la página ya empezada, con unos cuantos compases ya bosquejados, la inspiración fluye más fácil. Antonio Gala tiene dicho que es incapaz de escribir una sola línea sobre una hoja blanca. Usa siempre folios con la otra cara escrita, y no por salvar los bosques, sino por no tener que desvirgar la hoja. Es esa imagen del desfloramiento la que me interesa hoy, pero no desde la perspectiva de la creación sino de la percepción. Fijémonos en la página en blanco del oyente, o espectador, o lector, o gustador.

Nuestro sistema sensorial entero está afectado de tolerancia, ya sabéis, el anglicismo con el que nombramos el efecto por el que un mismo estímulo nos produce una respuesta intensa la primera vez, menos intensa la segunda vez y minúscula la quinta o sexta. La primera vez que metemos la mano bajo el chorro de la ducha caliente, quema; la segunda, quema menos; y a la tercera o cuarta podemos empezar a ducharnos sin duelo. El agua está igual de caliente, pero cada vez nos impresiona menos. Eso es tolerancia. También lo es la que sufre el pobre yonqui, obligado a aumentar una y otra vez la dosis para obtener satisfacción. La bioquímica sensorial de nuestro cuerpo está llena de tolerancia. Y aún más lo están, en un nivel superior, los mecanismos cognitivos de nuestro cerebro, que ha aprendido a ningunear los millones de estímulos “antiguos”, ya experimentados, que constantemente le llegan (el glu glu del agua del río rompiéndose contra los cantos rodados, por ejemplo) y concentrar la atención en los nuevos (el crujir de una ramita, causado quizá por un tigre acechante, por ejemplo), que son sobre los que más le vale actuar.

Siempre recordaré la frase con que mi abuela Isabel resolvía el problema del sabor a chamusquina cada vez que se le pegaban las lentejas, sabor inconfundible que a mis hermanos y a mí nos horrorizaba: «Nada, hombre, es solo la primera cucharada, luego ya no se nota» ¡Exacto! La primera cucharada, ahí esta la clave. En ese instante tenemos las papilas gustativas vírgenes, frescas y sonrosadas, ayunas de sensaciones desde hace horas, y la pituitaria nasal está igualmente virgen. Son millones de receptores dispuestos a analizar detalladamente y en un segundo el aluvión de estímulos líquidos que la primera cucharada vuelca sobre la lengua, desembarco acompañado de una flota de microsólidos en suspensión que ascienden hasta la nariz. Ese golpe inicial es el definitivo, tanto para los sabores buenos como para los malos. La segunda cucharada también está bien, pero ya no es lo mismo. Y las sucesivas, en realidad, sobran. Seguimos comiendo (o bebiendo, o mirando, o leyendo u oyendo) por inercia, llevados por la gula, o con la vana esperanza de repetir la experiencia virginal del primer sorbo. Pero no puede ser. Primero, solo puede haber uno; los siguientes no son más que nostalgia.

[caption id="attachment_246" width="450"] (Ligeti: Poema sinfónico para cien metrónomos)[/caption]

Los primeros acordes, la primera frase, el primer timbre. Nada de lo que venga después superará su intensidad. Los tres primeros gritos kyrie de la Misa en si menor de Bach; el color de la trompa en el Concierto en si bemol de Brahms, o el de la flauta en el Fauno de Debussy; los dos acordes iniciales de la Heroica de Beethoven, o los cuatro de su Cuarto concierto, o el primero de los cincuenta mil sol-sol-sol-mi que constituyen casi en exclusiva su Quinta sinfonía, o el ¡Oh, amigos, así no! con que introduce por primera vez en la música sinfónica la voz humana, o los acordes vacíos con que hace empezar la Novena; la vocalización abstracta sobre letras hebreas con que Tomás Luis de Victoria empieza las lectionis de sus Lamentaciones de Jeremías; los diez o doce si bemoles con que Cristóbal Halffter comienza su Segundo concierto de violonchelo; la primera ráfaga de ruido blanco del Poema de los metrónomos de Ligeti, o el color vocálico de la u, tan infrecuente en canto, en el unísono inicial de su Lux aeterna, o el mi agudo en forma de punto gordo y raya fina con que comienza su Segundo cuarteto: todos estos son primeros sorbos, primeras cucharadas inolvidables. De cada uno de ellos recuerdo con precisión la primera vez que me violaron el tímpano y cada vez que vuelvo a oír estas obras, y tantísimas otras, pido por Dios y por todos los santos que mis colegas espectadores respeten el silencio previo, que no tosan ni agiten pulseras ni arruguen papeles, y me dejen saborear la avalancha de sensaciones, el instante supremo, la hora de la verdad, el comienzo de la música. Si no es así, si me lo destrozan, tengo que poner en juego todo mi autodominio para no salir en el siguiente telediario.