Entre enormidad y enormidad, o entre amores y amores (oceánicos los de La conquista de México y The Indian Queen, montañosos los de Tristán e Isolda y Brokeback Mountain), se ha abierto hueco en el panorama operístico madrileño una miniatura: Mikrópera Painting, con tres personas en escena (la soprano Elena Montaña, la guitarrista Pilar Rius y el pintor Iván Montaña, primo de la cantante), un técnico en la cabina y nadie más. Se acaban de dar dos pases en el Teatro Conde Duque y habrá más en algún otro lugar.
Óperas de estas dimensiones, e incluso más pequeñas, se han hecho bastantes, pero lo que me interesó de este espectáculo no era tanto el tamaño cuanto el género, en qué sentido es una ópera, en qué sentido es teatro. Dejando aparte el rico universo de las performances, las músicas gestuales, las instalaciones, las videóperas y las formas más extremas y experimentales de teatro musical, la corriente principal de la ópera sigue habitando, podemos decir, la intersección entre música y escena: una música que se escucha y una escena que se mira. Pero, aun dentro de esta corriente tan bien encauzadita, escena no tiene por qué significar necesariamente un escenario sobre el que pululan personajes. En Gramma, la genial ópera de José María Sánchez Verdú, la escena es un libro. No es que tenga forma de libro, es que “es” un libro, una bonita edición de un centenar de páginas. El espectador no se sienta en una butaca, sino en un pupitre, y adonde mira durante el espectáculo es a las sucesivas páginas del libro, que tiene que ir pasando sincronizadamente. La vi en la bienal de Múnich, hace ya unos años, y todavía me conmueve la potencia de la idea y la perfección con que estaba resuelta.
Mikrópera Painting va en esa línea. Es verdad que la soprano y la guitarrista adoptan actitud representativa y evolucionan en el escenario, con algo de movimiento, iluminación, vestuario y atrezzo, pero, en lo fundamental, la acción de esta ópera no transcurre en el escenario, sino en el interior de un cuadro, un gran cuadro de soporte transparente, de metacrilato, que el pintor va pintando a lo largo de la representación, en directo, propulsada aparentemente su creatividad por los sucesivos acontecimientos musicales. El resultado es muy estimulante. La música es una reunión de canciones de concierto y piezas guitarrísticas de Larel, Carles Guinovart, Matilde Salvador, Sebastián Mariné, Mercedes Zavala, Diana Pérez Custodio, Carlos Tupinambá y Cruz López de Rego. Otro elemento muy interesante de este espectáculo, es su forma de financiación. Aparte de algunos patrocinios y colaboraciones, la parte mollar de los fondos necesarios para esta producción proviene de una campaña previa de crowdfunding, unas semanas de aportaciones en la red, pequeñas y muy numerosas, de particulares que desean que sigan existiendo este tipo de producciones independientes y están dispuestos a materializar ese deseo en una transferencia de unos cuantos euros. También se llama micromecenazgo. Signo de los tiempos.