[caption id="attachment_269" width="200"] Postal Verdaguer Atlántida[/caption]

La Atlántida de Falla, metáfora de sí misma, metametáfora, se derrumba en su estupenda incompletitud ante nuestros oídos como se derrumbó el continente aquel ante Europa, tremolante como hoja al viento, com fulla en mans del Bòreas, aterrada ante el sonido del terratrèmol que hundió el mundo de al lado y la dejó sin vecino. En su colosal derrumbamiento, la musicación del poema Atlántida de mosén Jacinto Verdaguer, se llevó por delante a Manuel de Falla primero y a Ernesto Halffter después, aunque de maneras muy distintas. Lo que para mosén Cinto, era una gran expedición literaria, oceánica, equinoccial, siempre a poniente, para cuasimosén Falla fue, sobre todo, una ascensión por la escalera de Jacob, una gran batalla religiosa que no pudo ganar. Le faltó salud y serenidad de ánimo y, sobre todo, le venció la dimensión del desafío, que era grande no tanto en el sentido material —muchos músicos en escena, muchos minutos de música—, cuanto, sobre todo, en el estético y espiritual: Falla buscaba una música estilizada hasta el extremo, un hercúleo plus ultra, un paso más en la línea de austeridad que había establecido en el Retablo y en el Concerto. Buscaba un lenguaje musical lo bastante estilizado como para poder hablarle dignamente a su Dios, y no en catalán ni en español, sino en latín. A este Falla final, consumido y pequeño de cuerpo —a Alberti, que fue a verle a su refugio de Alta Gracia, en la Córdoba argentina, le pareció un «frailecico arrebujado en un rinconcillo, perdido en un poncho de vicuña cuya severidad y color pardo hacían pensar en la monástica estameña»—, asediado por el escrúpulo y la hipocondria, arrastrado al abismo por la propia grandeza de su propósito, a este Aguirre vuelto a lo divino, a este capitán Acab desendemoniado, no se le puede mirar más que con admiración y con el respeto debido a los héroes, por muy descreído y laico que sea uno. Atlántida resultó ser demasiado también, pero en otro sentido, para Ernesto Halffter, sobre quien recayó la tarea imposible de terminar esta partitura, o lo que es lo mismo, de llevar a puerto un barco que no se deja salvar porque su esencia y destino es el naufragio. Puede que Halffter fuera lo más parecido a un discípulo que tuvo don Manuel y que compartiera con él algunos rasgos de estilo, pero estaba situado en las antípodas en cuanto a worldview y talante vital. Imposible imaginarse al indolente Ernesto avanzando por el camino de la ascesis, con o sin poncho.

[caption id="attachment_270" width="300"] Manuel de Falla[/caption]

El maestro barcelonés Josep Pons, destacado atlantista, acaba de interpretar de nuevo, con la Orquesta y Coro Nacionales, esta partitura naufragada e irresistible, que desde el primer acorde, o mejor, desde el segundo, que se desgaja del primero en fantástico desgarro, nos obliga a levantar la mirada y el oído y, queramos o no, se nos lleva de gesta. Salimos con Falla de viaje —interior, circular e infinito, como todos los que importan— con la esperanza de volver a ver/oír esos acordes iniciales, o a disfrutar de su vaga promesa, pero resulta que no. Aquí os pongo el link donde Radio Clásica tendrá colgado durante unas semanas ese concierto.

De las muchas cosas que pasan en la hora y media que dura la obra, se me quedaron clavados esta vez dos versos de Verdaguer, patriarca de la Renaixença y de la literatura catalana moderna. Dice mosén Cinto y canta Falla: «L’Espanya que tant amo, hort del cel en terra», en una oda a España cuyo espíritu recorre el poema entero. Falla aplica en ese punto el mismo ímpetu marchador y algo enloquecido con que Don Quijote entona en el Retablo la oda a la andante caballería. Y yo digo lo de Presuntos Implicados: cómo hemos cambiado y qué lejos ha quedado aquella amistad.