A veces pienso que la música es una forma de respiración. Que hacer y oír música es trasegar hacia adentro y hacia fuera el aire con mucho arte, y que un buen músico es en el fondo un tratante en neumas y pranas. Aire es siempre, a fin de cuentas, lo que nos excita el oído, pero después de recorrer esa vía propiamente aural —tímpano, huesecillos del oído, nervios, cerebro— yo creo que la música entrante, o su trasunto cognitivo, invade no sé cómo los pulmones, baja al diafragma, o sea, al vientre, lo altera, y desde allí nos remueve las emociones. Es la ruta del aire. La respiración. Recuerdo bien cómo explicaba su técnica vocal Tom Krause, el gran barítono finlandés que nos acaba de dejar: todo canto debe empezar con una emoción, que afecta al abdomen, de ahí debe subir al diafragma, al pecho, a la cabeza y al exterior. La garganta, también, claro, pero lo importante, es lo otro, la emoción, la barriga, que es donde nace todo. En el oyente, la música recorre ese mismo camino, pero en sentido contrario. Oír música es cantar al revés.
[caption id="" width="450"] José María Sánchez Verdú[/caption]
Maqbara, la composición de José María Sánchez Verdú que el maestro Jesús López Cobos ha traído este fin de semana a la Orquesta Nacional, más que sonar, respira. Y late. O eso me ha parecido a mí. Lo mismo sentí hace quince años, cuando la oí por primera vez, el día del estreno, también con la Nacional. Respira y late abiertamente el bombo y, sobre todo, el órgano. Es una delicia oír al gran órgano Grenzing del Auditorio Nacional batir ahí abajo, en el ultragrave, latidos de ultratumba, más cercanos al soplo (¡al espíritu!) que a la nota, al fuelle que al tubo. Otras veces, lo que espira el órgano son trallazos agudos, latigazos de aire. En Maqbara es la orquesta entera la que respira, aunque sea de maneras fantásticas y ultrahumanas. Por eso surge con tanta naturalidad del fondo sinfónico el susurro de los ocho coristas, que bisbisean los versos del poeta sirio Adonis. «Perdido, tiro mi rostro al polvo / y a la mañana». Oídlo aquí, en el podcast de Radio Clásica.
Maqbara es en árabe 'cementerio'. O, más exactamente, 'enterramiento', porque hay muchas formas de nombrar ese sitio y ninguna es inocente. Al decir 'cementerio', que significa 'dormitorio', movilizamos todo un aparato de postrimerías: si morir es dormir, acabaré por despertar, y veremos a qué. 'Enterramiento' es más funcional, más administrativo, más pegado a la tierra, podemos decir. Lo de verdad aparatoso es decir 'necrópolis', que requiere imaginar una ciudad entera. Los diccionarios recogen 'almacabra', la versión españolizada de 'maqbara', y al parecer existe también 'macabro', como sustantivo. Lo utiliza Juan Goytisolo... ¡y absolutamente nadie más, que yo sepa, en el universo hispanohablante!, pero estaré equivocado. «En algunos macabros orientales...» dice don Juan, y se queda tan ancho. Por cierto, que el diccionario de María Moliner remite el 'macabro' adjetivo, el de danza macabra, a través del francés 'macabre'... ¡a los hermanos macabeos!, que no tienen más título para ello, los pobres, que el de haberse muerto, como todos nos moriremos. Esta etimología, que es la de Corominas, tendrá su mérito, se habla de una antigua obra de teatro francesa con macabeos y mucha muerte, y quién soy yo para contradecir al María Moliner y a su autora, a quien idolatro, pero me llama la atención que doña María no venteara la pista mora de 'macabro'. Y me acuerdo de lo que le oí decir un día a Goytisolo en el Círculo de Bellas Artes: «Desde el Arcipreste de Hita, soy el primer escritor español capaz de expresarse en árabe, la lengua de nuestros vecinos.» Setecientos años. Asombroso.
Mi padre, que era de Pamplona, decía 'camposanto', lo que nos resultaba divertido, no sé por qué, a mis hermanos y a mí. Santo parece a casi todo el mundo el lugar de las sepulturas. Incluida la sima de los huesos, el primer 'macabro' de la historia, al decir de los paleontólogos de Atapuerca. Escenas fúnebres (y arte, quizá música, porque lo uno va con lo otro) hace medio millón de años, entre erectus y neanderthal. ¡Qué cosas! Pero me voy por las ramas. Lo bonito de Maqbara, epitafio para voz y orquesta, es que Verdú, como Adonis, adopta una visión de la muerte, digamos, vital, que ya es adoptar. Ante la contemplación de un cementerio, lo que a Verdú le pide el cuerpo es aspirar y espirar, que es el negocio de los vivos, jugar con el aliento, y convertir la pulsación, que es música, en pulso, que es vida. Adonis, cuando se plantea cantarle a la muerte, se las arregla para pedirle prórroga: «estírame la cuerda del camino».
[caption id="attachment_290" width="210"] Marcel Pérês[/caption]
Pero en Maqbara, el gran respirador es Marcel Pérès, el solista que estrenó la obra y la ha cantado por el mundo. Su voz, a medias barítono de aquí y almuédano de allí, es esencial, porque no ha sufrido el distanciamiento de la impostación teatral convencional. Conserva su esencia primigenia, que es aire y cuerpo. Es una voz natural, visceral (quizá el sueño imposible de Krause), capaz de dispararse por un extremo hacia la estilización mística y, por el otro, hacia el adorno avasallador, y de llegar en todo caso de manera directa, sin intermediarios, al centro de las emociones del oyente. Implacable, como los latigazos del órgano. La entrada de Marcel Pérès, que se produce cuando está ya mediada la obra, la explica entera, le cambia el sentido y la lleva a campos inesperados. No sé si santos.