Inflación cósmica
[caption id="attachment_321" width="250"] Telescopio antártico BICEP2[/caption]
Lo fantástico del descubrimiento que acaba de hacer el telescopio antártico BICEP2 es que retrata el espacio puro, sin nada dentro. En la inflación cósmica de la que se habla estos días, lo que se infla a velocidad de vértigo, superior a la de la luz, es el espacio, no su contenido. Eso nos suena muy raro. Lo que viene en el Génesis y en el Evangelio es la creación o la preexistencia de las cosas (incluida la luz y el verbo: «hágase la luz», «en el principio era el verbo») no del sitio que esas cosas ocupan. Bueno, habrá cosmogonías que sí relaten el nacimiento del espacio, pero nosotros, en general, el espacio lo damos por hecho (no necesitamos crearlo) o por inexistente (si no contiene nada, el espacio no es nada). Las “tinieblas exteriores”, se decía antes. ¡Pues sí que existe el espacio y sí que tiene que nacer o preexistir! Y tiene forma: aún no se sabe seguro si es cerrado y finito como un globo o abierto e infinito como una silla de montar o como un vaso campaniforme. Einstein descubrió que, además, los objetos materiales, por el solo hecho de existir, producen deformaciones en el espacio, como bollos en la chapa del coche o como hoyos de jugar al gua, más grandes cuanto mayor sea la masa del objeto, y esas deformaciones se bastan y se sobran para explicar la gravedad en todas sus manifestaciones, desde la manzana que le cayó a Newton en la nariz hasta la órbita que describe la luna o el proceso de formación de las estrellas por acreción, o el subidón que pega la báscula cuando me subo encima.
[caption id="attachment_322" width="360"] Dibujo a carboncillo del espacio-tiempo[/caption]
Yo creo que, el universo musical -que es tan raro como el otro, o más- también se puede entender como un espacio que, como el otro, contiene o no cosas. Sonidos. Es un espacio que existe únicamente en nuestra mente auditiva. Nace allí cada vez que oímos, o imaginamos oír, música. Ejemplo: Da la una en el campanario de la iglesia. Un re, pongamos por caso. Es el sonido que me ha sacado del silencio y, por lo tanto, el que crea y conforma dentro de mí un espacio sonoro, que es el que acogerá, estructurará y prejuzgará toda música que oiga en los próximos instantes. Los músicos saben que no existen sonidos simples, que esa única nota que emite la campana está, en realidad, compuesta de miles de sonidos, casi imperceptibles, que llamamos “armónicos”, muy bien jerarquizados según su intensidad. Esa estructura, en la que todos los sonidos posibles están ordenados y relacionados, es el espacio tonal. Quizá sería más propio hablar de campo, pero eso conlleva más lío matemático. Es, por otra parte, lo que de toda la vida se ha llamado tonalidad. Y se levanta entera en mi mente con solo oír un sonido. Otro ejemplo: Oigo dos poderosos acordes de mi bemol al principio de la Heroica de Beethoven. Como por ensalmo, mi espacio sonoro “se pone” en mi bemol, y todo lo que oigo en los siguientes 50 minutos lo percibo como confirmación o refutación de ese tono inicial. Es una lluvia de notas que yo voy recibiendo y distribuyendo en mi espacio en torno a esa nota primigenia y al espacio que ella creó. Esto ocurre así lo entienda yo o no, sepa música o no. Los sonidos, por el solo hecho de sonar, crean en el oyente un espacio tonal jerarquizado.
[caption id="attachment_323" width="450"] Espacio rítmico[/caption]
Cuando no se trata de un sonido, sino de dos (como en el caso de la Heroica, o en el del campanario que no da la una sino las dos), entonces, además de un espacio tonal, nace instantáneamente dentro de mí un espacio rítmico que estructura el futuro, porque etiqueta cada momento por venir como fuerte o débil, tónico o átono, en subdivisiones que rellenan infinitesimálmente la raya del tiempo. Pasa igual con las sílabas de los versos de los poetas. Es lo que de siempre hemos llamado las partes del compás. Los sonidos que efectivamente vayan llegando, se acomodarán o no a esa plantilla y de ese vaivén de cuadres y descuadres irá surgiendo el ritmo y su disfrute. Es bonito ver cómo los compositores del último siglo y pico juegan al escondite con los espacios tonales y rítmicos y hacen de ese juego un arte sublime.