El Archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austro-húngaro, y su esposa Sofía, el 28 de junio de 1914, no sé si yéndose o llegando al Ayuntamiento de Sarajevo, un poquito antes de morir asesinados. Circulan por la red varias fotos de este momento. Os pongo esta, menos conocida, porque deja ver dos de las cuatro columnas de la entrada al edificio y el comienzo de los arcos que se sustentan sobre ellas, que son cinco y, si os fijáis bien, veréis que son de herradura. A nosotros, los arcos de herradura nos recuerdan la España mora de hace mil años (o a la neomudéjar de cuando la Monumental de las Ventas de Madrid), pero a los balcánicos, la influencia musulmana les es más reciente. El edificio se reconvirtió en Biblioteca Nacional en 1949. Resultó destruido por la artillería serbia durante el sitio de Sarajevo —recordaréis al violonchelista bosnio aquel, de bigotazo Strauss, que se puso a tocar en lo alto de la montaña de escombros—, pero ha sido reconstruido por completo con fondos austriacos y españoles. La nueva Biblioteca la acaba de inaugurar la Orquesta Filarmónica de Viena con un concierto conmemorativo de aquel día fatídico en el que la Europa del XIX se vino abajo.
Además de unos cuantos reinos de poderío escaso—viejos como el español, nuevos como el italiano, intermedios como los de Flandes y Escandinavia— aquella Europa de 1914 consistía más que nada en Francia y cinco imperios: el británico, el ruso, el otomano, el austro-húngaro y el alemán, todos en decadencia menos este último. En esencia, era todavía, cien años después, la Europa postnapoleónica. Lo único novedoso, el auge del nacionalismo, que aún no había mostrado su cara más siniestra. Docenas de naciones sin estado soñaban con la restauración —en realidad, casi siempre instauración— de sus viejos derechos tribales, verdaderos o inventados, la “legi zarra”, la ley vieja. Schönberg aún podía reclamar, sin sonar fascista, porque aún no se había inventado eso, otro siglo, como mínimo, de dominio alemán en música y Debussy se podía hacer llamar, sin desdoro, Claudio de Francia. Orgullo republicano en París, con copia de poetas, pintores y músicos, y pujanza avasalladora en Berlín, punta de lanza intelectual e industrial del mundo, verdadera superpotencia, no sé si sedienta de catástrofes, pero desde luego hambrienta. De poder y colonias.
Gavrilo Princip, patriota serbio-bosnio, acabó de un tiro certero con el heredero habsburgo. En las semanas siguientes, Alemania empujó al viejo Kaiser Franz Josef, el de la Viena de los valses, viudo de Sisí, a ir hasta el final en el juego de los ultimátum y ahí fue Troya. Cuatro años de horror, repugnante carnicería de alcance universal, matanza de dimensiones industriales, descubrimiento de que el infierno está en las trincheras belgas y francesas, torpedeo de trasatlánticos civiles, todo el mundo al fondo del mar, gaseamiento del prójimo por artilleros con máscara a razón de varios obuses de gas mostaza por minuto, armisticio engañoso y contraproducente, propagación posterior de una gripe que causa cien millones (¡cien millones!) de muertos, y lo peor de todo, preparación y sembrado del terreno para la siguiente orgía de sangre, aún más horrible, a la vuelta de veinte años: la misma campiña franco-belga, la misma cuenca del Rin, la misma estepa polaca. ¡Qué espanto!
¡Y qué extraña visión, la de la Filarmónica de Viena tocando en Sarajevo, a pocos metros de donde Princip se cargó al Príncipe! El concierto lo transmitió en directo La 2 y os aseguro que es para verlo. Lo tenéis durante un tiempo en este podcast de RTVE. Podéis ver aquí el edificio nuevo de Sarajevo, que es igual que el viejo, con su escalinata, sus cuatro columnas y sus cinco arcos de herradura. Y podéis ver también, pacificados, los lugares que nos tuvieron en vilo durante la guerra de Bosnia (¿os acordáis, Christiane Amanpour en directo desde para la CNN?): la colina desde donde bombardeaban los serbios, el minarete de la mezquita, la plaza del mercado, que masacraban una y otra vez , el puente sobre el río, batido por los francotiradores.
La Filarmónica de Viena —que como saben bien los madrileños, es capaz de feos bolos—, dio esta vez un sonido de calidad. La dirigió Franz Welser-Möst. El programa, no sé si diseñado por él, era adecuado y, sobre todo, valiente. Suena el himno bosnio, todos en pie, e inmediatamente, los cuatro solistas de la orquesta se arrancan con el Poco adagio con variaciones del Cuarteto opus 76/3 de Haydn: es decir, ni más ni menos que el himno alemán, Deutschland, Deutschland, über alles, Alemania por encima de todo. Tema y cuatro variaciones, con repetición de todas las frases: diez veces seguidas sonó el himno completo. ¡A quién se le ocurre empezar un concierto-reconciliación de tres guerras repitiendo machaconamente el himno de la nación que protagonizó la agresión en las dos primeras! Lo bonito es que la carga opresiva de la canción quedó anulada en cuanto empezaron a sonar los juegos musicales que hace Haydn con ella. Instantáneamente pasa de disparador de evocaciones a objeto de arte.
Nada más arrancar la primera variación, cuando el primer violín empezó a saltar en el agudo por encima del himno con florituras muy haydinianas, toda la evocación guerrera se desvaneció y ya nadie imaginaba cascos con pincho, tipo Kaiser Guillermo, ni con falda posterior y lateral, tipo nazi. Y lo que podía haber sido una absurda provocación se convirtió en una exhibición de finura programadora. Tras Haydn, la Incompleta de Schubert: una gloria oír cantar a los ocho violonchelos de la OFV. Después, la ominosa marcha de las Tres piezas op. 6 de Berg, La canción del destino de Brahms/Hölderlin, La Valse de Ravel y, de propina, otro vals, La rama de olivo, cuál si no, de Josef Strauss. Al final, todos en pie, también el público de fuera, para oír el himno de la Unión Europea, La alegría de Beethoven/Schiller. Final por elevación: de la nación/tribu a la Unión de ciudadanos.
Los músicos, por resumir, llamamos a veces 'Viena' a la Orquesta Filarmónica de Viena, 'Berlín' a la de allí y 'Chicago' y 'Boston' a las sinfónicas respectivas. La orquesta 'es' su ciudad. Los monarcas de la vieja Europa también 'eran' su país, o su capital. Los sucesivos luises no eran de Francia: eran Francia. 'Viena en Sarajevo' es entonces un buen pie para la foto aquella de los príncipes morituri y también podría ser el título de este extraordinario concierto. En la pantalla gigante instalada en la explanada de enfrente de la Biblioteca, al otro lado del río, los sarajeveños, o sarajevitas, o sarajevenses, o como se diga, miraban y oían la música vienesa con interés y con la serenidad de quien ha visto mucho y se sorprende poco. Dentro de la Biblioteca, estaban sentados los presidentes de la república austriaca y de cuatro yugoslavas. Serbia, no. Para eso hacen falta más años. ¡Qué bonito concierto y qué historia más horrorosa! Al recordarla, se reconcilia uno con el aburrimiento de la Unión Europea y sus mercaderes. La próxima vez que vaya a Bruselas, que no se me olvide poner velas en los altares de Schuman, Adenauer, De Gasperi y, sobre todo, ¡de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero, ese bendito duermeovejas!