Leo ahora el “Karajan total” del otro día y me choca por displicente y un poquito sobrado. Lo mantengo todo, pero subrayo que aquellas filarmónicas de Berlín y Viena de Karajan sonaban de cine. Nos parecían “el súmmum” porque lo eran. Sobre todo en el repertorio que hacían mejor, el de los sinfoniones germánicos. Lo mismo digo, desde la otra esquina de la estética sinfónica, de Sergiu Celibidache. Lo admiré infinitamente y no me perdí ninguna de sus venidas a Madrid. La distancia que separa a estos dos gigantes se nota particularmente en sus bruckners, tan distintos: el de Karajan suena a catedral formidable, de líneas pétreras; el de Celibidache a esa misma catedral pintada por Monet, arrebatada de color, cada línea un universo.
Aquello era una cosa muy seria. Pero hoy la orquesta se hace de otra manera, los músicos están mucho más formados en todos los órdenes y su relación con el director es más equilibrada. Como decía, es una maravilla oír interpretaciones sinfónicas nacidas de una camaradería casi camerística, casi autogestionaria, como las de la bandArt de Gordan Nicolic. Algo así era impensable para Karajan. Incluso con los grandes divos. Istvan Cserjan, que fue maestro repetidor en Salzburgo durante toda esa época, me contaba cómo flipó el día en que una jovencísima Teresa Berganza se puso digna en un ensayo, tras una de las mil desconsideraciones del maestro. Ante el horror de Cserjan —¡pero muchacha, qué estás haciendo!—, la mezzo veinteañera se negó a salir del camerino y ahí se quedó hasta que vino el gran Karajan en toda su majestad a pedirle disculpas. No todas tenían ese temple.
Hace poco estuvo en Madrid Jeani Krause, para asistir al homenaje que la Escuela Reina Sofía ofreció a su marido, el gran barítono finlandés Tom Krause, fallecido recientemente tras muchos años de docencia en la Escuela. Jeani me contó cómo conocieron a Karajan. El joven Tom acababa de causar un gran revuelo con su Don Giovanni en Hamburgo. Allí lo llamaron de la secretaría del maestro Karajan, que si podría venir ¡esa misma tarde! a sustituir a Nicolai Ghiaurov, nada menos, en ese papel en el Festival de Salzburgo. Minutos después estaban de camino, en el reactor privado que les puso el Festival. En el aeropuerto de Salzburgo, se quedaron de piedra al ver que quien estaba al pie de la escalerilla era el mismísimo maestro. Aún más petrificados se quedaron cuando Karajan los saludó con corrección austriaca y, sin mostrar mayor interés por Krause ni por Don Giovanni, pegó hebra con el piloto y se quedó durante horas examinando el aparato, que es a lo que había venido. Esa tarde, Karajan consagró ante el mundo a Krause como el barítono del momento y, al día siguiente, se compró el avión. Piloto él mismo, es sabido que Karajan era un forofo de la aviación. Poseyó sucesivamente seis aviones, dos de ellos reactores, y un helicóptero.