¿Sacamos el kit de filosofía de la Señorita Pepis? Y jugamos un rato a unificar campos, que siempre da gusto. No olvidaré el pasmo que me dio cuando comprendí, ¡eureka!, que la famosa tabla periódica de los elementos de Mendeleiev, que se pinta en apenas un cuarto de folio, tenía la virtud de reducir la disciplina entera de la química a la física. La química no era ya más que una sección, un caso particular, de la física. Y aún más pasmado me quedé cuando vi cómo se reducía la biología entera (incluida la antropología) a la química (y, por lo tanto, a la física) mediante el que llaman “dogma central de la biología molecular”, que es el paso del ADN a la proteína (digamos, el paso del gen de los ojos verdes a los ojos verdes propiamente dichos) a través de tres procesos químicos bien concretos y claros: replicación y transcripción del ADN y traducción del ARN. Ya está. En menos de media pizarra queda explicado que el rojo de la amapola, el vuelo imposible del colibrí y las pisadas del australopiteco en la ceniza de Letoli (y, por qué no, la Sinfonía Turangalila de Messiaen, si admitimos que somos pura biología) no son más que física, resultados particulares de la acción de la fuerza más sencilla imaginable, la gravedad (todo atrae a todo), y del ballet más difícil de calcular: el de los quarks, leptones, bosones y demás microcosas. La unificación de los grandes campos del saber produce una satisfacción difícil de superar. De pronto, se entiende mejor el mundo y el lugar que uno ocupa en él y la vida se hace bastante más apetecible.
Bueno, bonito y barato. La intuición popular ha acuñado esta etiqueta de lo fetén que, en mi opinión, refleja la unidad profunda de la ética, la estética y la economía. La bondad, la belleza y la baratura no son cualidades absolutas, propias de las cosas, igual que la redondez, por ejemplo, es propia de una piedra redonda. No. Esas tres gracias resulta que son cualidades relativas, como decía Ortega, porque requieren una relación externa. Cuando decimos «esta cosa, o esta acción, es buena (o bonita, o barata)», no ponemos en juego únicamente a la cosa y a su cualidad, como cuando decíamos «esta piedra es redonda», sino que además estamos invocando inadvertidamente a un tercero, sin el cual la frase no se entiende del todo. El tercero es el evaluador, el ser que asigna a la cosa o a la acción el valor de buena, bonita o barata. Y evaluar, en este sentido, es lo mismo que desear o preferir. El verdadero protagonista de la frase bueno, bonito y barato es un deseador, o preferidor, el mismo que protagoniza también la ética entera, además de la estética y la economía. Desde luego en sus fundamentos, pero también, creo, en sus casuísticas, en la doctrina moral, y en la estética y la economía descriptivas.
En realidad, la ética, la estética y la economía no estudian si las cosas son buenas o malas, bonitas o feas, o baratas o caras, porque no son nada de eso por sí mismas: lo que estudian y miden esas ciencias es la forma y la intensidad del deseo de quienes se sitúan ante esas cosas y las prefieren o no. ¿Y quiénes son los deseadores? Todos los seres (desde luego los humanos, pero también algunos animales de otros géneros) capaces de preferir, es decir, de desdoblar en su mente el universo, imaginar una (o varias, o muchísimas) realidades paralelas, quizá futuras, ponderarlas y preferir una sobre las otras, como hace un jugador de ajedrez cuando despliega en su mente los distintos estados posibles del tablero en el futuro. Eso es desear. Veo el universo, en el que hay una cosa o acción A, e imagino otro, en el que lo que existe es otra cosa, B, o en el que la cosa A está en otro estado, B, y prefiero este segundo universo al primero. Si lo que deseo es la pura existencia de esa B, independientemente de que vaya yo a interaccionar con ella o no, entonces mi actitud, o mi conducta, es ética. Si, además de la existencia de esta cosa, deseo su percepción (verla, oírla, notarla...) pero me es indiferente su posesión (tener derechos exclusivos sobre ella) entonces mi actitud es estética. Si, por el contrario, además de su existencia, lo que deseo es su posesión, pero su percepción me resulta indiferente, entonces mi actitud es económica.
El deseo estético y el económico se pueden referir por igual a acciones o a cosas, mientras que el deseo ético únicamente se puede referir a acciones. Luego, en una segunda capa, los tres deseos, y las tres ciencias que los acompañan, se mezclan y entrecruzan (compraré un cuadro como inversión y además porque me gusta, o seré más generoso con una persona guapa que con una fea, o rechazaré entrar en guerra, no solo porque es un matadero espantoso, sino porque causará mi empobrecimiento y me hará poseer menos cosas), pero eso no evita que los campos respectivos estén inicialmente bien delimitados. El gran operador de la ética, que es el altruismo, la busca del bien del otro en vez del mío, surge naturalmente del cruce de deseos, del cruce de egoísmos. De poner los egos en común. La sola universalización de los deseos, el solo comprobar que funcionan bien si los tienen los demás, como vio Kant, da lugar a éticas civilizadas. «Bueno es aquello que todos apetecen», decía Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles. La pregunta es quiénes son esos “todos”, con quién, o hasta dónde, me universalizo yo. Quizá resulte que con solo dibujar esa raya que delimita “mi” universalización, mi pool de egoísmos compartidos, dejo establecido el fundamento de la ética. De mi ética. Un ejemplo de acotación: no tiene mucho sentido hablar de los derechos de los guisantes, de los abedules, de los paramecios o de los bloques de granito, porque carecen de la capacidad de preferir y desear. No puedo abarcarlos en el círculo que encierra mi comunidad de deseadores. Modularé el radio de esa comunidad según mi tradición, mis tendencias personales y —quiero creer— también mis decisiones propias, en un rango que va desde el altruismo bilateral (yo te espulgo a ti y tú a mi), a la ética universal, antipatriótica y vegetariana, pasando por todas las formas de nepotismo, localismo y nacionalismo y por los diferentes grados de subyugación de animales.
Otra acotación: no cabe hablar de ética ni de estética antes, como mínimo, de la aparición del primer mamífero preferidor, hace a lo mejor cien millones de años. Personalmente, yo rebajaría la cifra a seis millones, o por ahí, cuando aparecimos en África los homínidos y nuestros primos chimpancés y bonobos. Y ya vale por hoy. Lo malo de la filosofía de andar por casa, aparte de aburrir a las ovejas, es que en cuanto te descuidas acabas descubriendo el Mediterráneo —¡o la tortilla de patatas, que es peor!— y quedas fatal. Seguro que es el caso, pero qué le vamos a hacer.