Existe el musicólogo de acción interna, investigador, desempolvalegajos, rata de archivo, publicador de estudios y rescatador de vidas y partituras olvidadas o desdeñadas. Antes, muchos de ellos eran curas: Higinio Anglés, Federico Olmeda, Samuel Rubio, José López Calo. Otros, como Felipe Pedrell, no. Pero también existe el musicólogo de acción externa, que además de todo lo anterior, pone en pie la música que acaba de investigar, sea interpretándola él mismo, o haciéndola interpretar por otros desde algún puesto directivo o programador. Me ha llamado la atención estos días la acción —y la actitud— de dos de ellos.
Miguel Ángel Marín, el director de programas musicales de la Fundación Juan March, ha presentado la temporada de la Fundación con su característica vehemencia intelectual. Sigue la tendencia de hoy, que es la de no programar conciertos, sino contextos, diseñar espacios temáticos en los que los conciertos existen, no como instantes musicales autoexplicativos, sino como piezas de un engranaje más amplio.
No se trata tanto de hacer sonar música como de subrayar como con marcador Stabilo una línea de la historia de la música o de la historia sin más, o una correspondencia entre épocas o incluso entre artes. Y, desde el punto de vista del espectador, no se trata de ir al sitio, oír la música y disfrutar, sino de apreciar esas líneas o correspondencias. Según sea la gracia del programador, yo entro con gusto o con impaciencia a este juego. Miguel Ángel Marín hace todo esto con particular creatividad y productividad. De sus manos sale un caudal imparable de ciclos y series cargados de intención y, sobre todo, de sentido. Ojéese si no el último empellón. Lo que más me atrae de esta oferta March es, su producto estrella, su gran novedad: el teatro musical de cámara, que se hace con un par de cantantes, un piano y poco más.
Los directores de escena (¿por qué me habra dado por meterme con ellos?) se ven obligados a buscar la esencia de su oficio, la dirección de actores, porque en el auditorio de la Fundación no tienen la dotación habitual de los teatros. Marín ha programado tonadillas de Blas de Laserna, El pelele de Julio Gómez y los melodramas de Franz Liszt.
La ópera pequeña es mi preferida, porque su pequeñez le libra de los peligros que acechan a la otra ópera, la grande. El peligro es hipertrofiar la escena (y la dirección de escena), cebar el glamour (y su cara idiota: el esnobismo) y subir el coste a la estratosfera dando lugar a espectáculos ridículamente caros. ¡Bien por la ópera pequeña o, como le gusta decir a Marín, el teatro musical de cámara! Además, es un repertorio cuajado de joyas, desde el barroco italiano hasta Alfredo Aracil y Tomás Marco.
[caption id="attachment_717" width="560"] Recasens y La Grande Chapelle[/caption]
El otro musicólogo de acción externa que quiero nombrar hoy es Albert Recasens, el director de La Grand Chapelle. Recasens es un recuperador. La vida media de una obra musical (periodo de semidesintegración diríamos en el caso de las composiciones radiactivas, que no son pocas) rarísima vez supera a la de su autor. La inmensa mayoría de las partituras mueren poco después de su estreno y así ha sido siempre, desde que se inventó la partitura. Ahí es donde entra el recuperador: el sabio que olisquea en los papeles viejos, separa lo interesente de lo que no lo es y acaba sacando a la luz una música que estaba muerta y encuentra ahora una segunda vida. Los recuperadores no aciertan siempre, pero Recasens tiene buen ojo y su Grande Chapelle oficia las resurrecciones con maestría. Nada más salir de su gran proyecto Sebastián Durón, Recasens se ha metido en otro, igualmente grande, en torno a la música de Juan Hidalgo para su rey, Felipe IV. Presentará muy pronto el disco (más bien libro-disco, porque el libretillo acompañante ¡tiene 120 páginas!; no se sabe quién acompaña a quién). Hablando de ópera y teatro musical... no me extrañaría que Juan Hidalgo, fundador, dicen todos, de la ópera española del brazo de Calderón, acabara subiendo al escenario de la Fundación Juan March.