Se ha muerto Pierre Boulez, el principal compositor de la Europa de postguerra, el intelectual espejo de la Francia postgaullista y el hombre que reinventó el arte de dirigir la orquesta. Empecemos por el final. Boulez renunció a la batuta y a la memoria. Dirigía con la mano abierta, los dedos estirados, y siempre con la partitura delante. A veces juntaba índice y pulgar para marcar algún detalle, pero la mayor parte del tiempo, las suyas eran manos de karateka. Ya sabemos que los gestos de la mano de un director importan poco y que en realidad se dirige con el oído y con la personalidad entera. Dirigir es saber, oír y mandar y la autoridad no reside en ningún gesto concreto. A este director le sigo mucho y a ese otro menos, pero no es por cómo muevan o dejen de mover la mano.
Recuerdo un ensayo de Sergiu Celibidache con nuestra Orquesta de RTVE (¿o era la Nacional?). Tocaban Los pinos de Roma de Respighi. El viejo "Celi" decidió demostrar al público la inanidad de los movimientos del director dando al oboísta una entrada importantísima... con el culo. "¿Ven como el músico entra igual?", dijo el cabrón. Y tenía razón. Pero, al mismo tiempo, el gesto de Boulez significa cosas. Al no usar batuta (que sirve para extender el brazo y hacerle capaz de sutilezas) y al no memorizar (es decir, interiorizar, subjetivar) la partitura, Boulez estaba desechando en realidad el aura, el misterio, la leyenda del director, el hechicero heredero de una tradición ancestral, casi chamánica, alemana de lengua e insondable de honduras (la que lleva de Wagner, Bülow y Mahler hasta Furtwängler y Karajan, pasando por Böhm, Klemeperer, Knappertsbusch y los demás). Boulez se bajó del olimpo de las batutas y se añadió a la fila de los músicos de orquesta (o de grupo, de ensemble de una docena de intérpretes, que era su entorno favorito). "Yo leo el papel, como ustedes, y me basta con las manos para indicarles cuándo deben suceder las cosas. En qué consisten esas cosas, eso ustedes ya lo saben, porque lo pone en el papel. Negras, corcheas, do, re, mi, forte o piano, acelerando o a tempo, legato o non legato, articulación, fraseo... eso es la música, no hagan caso a los vendedores de crecepelo que les dirán que hay otras cosas".
Boulez obtuvo de las orquestas la excelencia más excelente a base de leer la partitura con los ojos y marcar el compás con la mano. Un gesto opuesto al de Karajan: sin partitura, ojos cerrados, mano izquierda crispada, flujo místico de algo, ¿polvos de la madre Celestina?, desde las profundidades de la médula de los huesos hasta la punta de la batuta, palito que, en sus manos, era capaz de provocar míticas interpretaciones. A Boulez, lo de la interpretación le daba pampurrias. Como a Stravinsky: "oiga, deje de interpretar mi música, limítese a tocarla". Boulez hacía exactamente eso. Recuerdo a un pianista y director francés, odiador de don Pierre, que lo despachaba así: ¿Boulez?, sí, sí, un buen solfista. O sea, un buen lector. El limpio solfeo de este lector ayudó a limpiar el aire. Su soplido inteligente disipó bastantes tonterías del arte de la música.
Además, Boulez fue el campeón del modelo francés de acción cultural: Ministerio de Cultura, financiación casi completamente pública, figura de prestigio que lo absorbe y lo determina todo: en el caso de Boulez, la parte musical del Centro Georges Pompidou, el poderoso IRCAM (Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique) de París, el mítico Ensemble InterContempoarain, el diseño de arquitecturas de la Cité de la Musique... Todo ello es criticable, porque la música es siempre multifacética y no es bueno que una de esas facetas se coma el pan de las demás. Que se lo digan a Iannis Xenakis, su eterno rival en la obtención de fondos públicos, o a Pierre Schaeffer y su GRM (Groupe de Recherces Musicales). Pero Boulez hizo cosas, algunas increíbles, como las interpretaciones del InterContemporain, y eso es siempre para quitarse el sombrero.
Boulez fue un compositor extraordinario. El más grande, quizá, de cuantos emergieron al terminar la Segunda Guerra Mundial. La nómina se puede hacer de muchas maneras, pero lo cierto es que están muertos ya casi todos: los tres italianos (Bruno Maderna en 1973, Luigi Nono en 1990, Luciano Berio en 2003), el alemán (Karlheinz Stockhausen en 2007), los dos franceses (Xenakis, griego de nación, en 2001 y ahora el gran Pierre) y dos de los tres "del Este" (el húngaro György Ligeti en 2006 y el polaco Witold Lutoslawski en 1994). Nos queda únicamente el otro polaco, Krzysztof Penderecki, interesantísima figura que les ha sobrevivido a todos. Este verano vendrá a España, por cierto.
Todos ellos son enormes. Los principales (Boulez, Stockhausen, Xenakis), son hijos espirituales de Olivier Messiaen. Boulez sigue capitaneándoles a todos con su Martillo sin dueño, de 1953, el mascarón de proa del serialismo integral. En toda aquella música hay sequedades. Algunas obras de ese tiempo son ásperas como cucharadas de arena, trágala si puedes, pero las buenas, no. Las buenas son como las oscuridades de Góngora: rasca un poco y te deslumbrará un chorro de luz.