Esta semana está en Madrid Krzysztof Penderecki (1933), el más grande compositor vivo. Si existiera un escalafón en este gremio, Penderecki ocuparía el escalón más alto, porque es el último representante de la generación de gigantes que reconstruyeron la música en Europa tras el desastre de 1939. La cuenta simplificada es esta: los italianos Maderna, Nono y Berio; los franceses Xenakis y Boulez, el alemán Stockhausen y los tres que vinieron desde el otro lado del telón de acero: el húngaro Ligeti y los polacos Lutos?awski y Penderecki. Todos ellos se han ido muriendo en los últimos años hasta dejar solo al gran Krzysztof. O Cristóbal, como lo llamaba su amigo Carmelo Bernaola, que pasaba de tanta consonante.

[caption id="attachment_832" width="570"] Penderecki en Santander, este verano, componiendo su Requiem húngaro. Foto: Elena Torcida[/caption]

El joven Penderecki saltó a la fama en 1959, a los 26, cuando ganó él solito los tres primeros premios del Concurso de Jóvenes Compositores de Varsovia. El concurso era anónimo, él presentó tres obras,cada una con un seudónimo distinto, y arrasó. En seguida,construyó un universo sonoro entero a partir de un sonido muy simple: el cluster, o racimo, que es lo que suena cuando apretamos a la vez ocho o diez notas contiguas del piano. La marca del creador ha sido siempre esta: obtener resultados altísimos con apenas nada, crear un Adán a partir de barro o una Quinta de Beethoven a partir de cuatro notas: sol, sol, sol, mi. Pues, a partir de ruido, Penderecki ideó una manera nueva de remover nuestras emociones. Y aún estaba media Europa tratando de digerir la brutal expresividad de esas primeras obras suyas (Treno por las víctimas de Hiroshima, 1960) cuando Penderecki pegó un volantazo, se dejó de clusters y pasó a rehabilitar, con enorme éxito, el entonces odiado romanticismo. En esas sigue y, ni en esta segunda etapa ni en la primera, ha dejado nunca de emocionar profundamente a los oyentes.

La obra que trae esta vez a la ONE, el Concerto grosso para tres violonchelos, no revive el siglo romántico, sino el anterior, el barroco, el de Arcangelo Corelli y sus continuadores. Es una delicia la manera en que Penderecki pone a conversar a los tres solistas entre sí y con la orquesta. Como Mahler en sus mejores sinfonías, Penderecki encuentra en este Concerto la manera de convertir en sinfónica la conversación camerística, sin por ello hacerle perder su esencia. Dirige él mismo, con su peculiar compás zurdo, y se apoya en tres grandes violonchelistas: Gautier Capuçon, Daniel Múller-Schott y nuestro Adolfo Gutiérrez Arenas. Después de este peculiar triple, Penderecki dirigirá la Italiana de Mendelssohn: luminosidad mediterránea para un polaco que, pese a su obsesión por los funerales (sus mejores obras son el lamento japonés ya mencionado, la Pasión según san Lucas, un Requiem polaco, y un recientísimo Requiem húngaro), lo que de verdad transmite a quien le ve y a quien le oye, es alegría de vivir.