Dos dardos: Jaho y Rhodes
[caption id="attachment_897" width="560"] Ermonela Jaho como Cio-Cio-San[/caption]
Hasta la Carmen que Calixto Bieito traerá en octubre, me despide el Teatro Real con dos impactos, certeros, pero muy distintos, cada uno en el diez de su particular diana. El primero, la Madama Butterfly de Ermonela Jaho. Han pasado días y aún me estremece esa Cio-Cio-San de brutal intensidad, que clava en el corazón del espectador la simplicidad/complejidad de un amor absoluto absolutamente defraudado. El dardo de Ermonela es doble, vocal y teatral. Su voz no necesita apabullar en cantidad, porque tiene el sello de las grandes, la capacidad de llegar a todo el teatro, da igual si es en piano o en forte, sin importar de qué otros sonidos está rodeada. Nuestra atención queda secuestrada por esa voz y nuestro oído pone sordina a lo demás, querámoslo o no. Lo mismo cabe decir de su presencia escénica. No tenemos ojos para lo que no sea ella, su mirada, sus actitudes siempre verosímiles, de onnagata de kabuki en el primer acto, de japonesa occidentalizada después. La enorme fuerza de su interpretación acaba incluso por dar sentido a la puesta en escena de Mario Gas: ópera dentro del cine. Alrededor de la casa de Nagasaki pululan operadores de cámara —años treinta, gorrilla, pantalones de cintura alta— maquilladoras, pintores, utileros, regidores, extras... Todo ello distrae, o más bien extrae al público del asunto, en un distanciamiento que podría ser brechtiano, pero se convierte en moderador de las emociones con que la Jaho bombardea al público. Inolvidable.
El otro dardo lo lanzó James Rhodes, en un recital de piano dentro del Universal Music Festival, que ocupa el Real este mes. Después de Sting y Bisbal y antes de Tom Jones y Rosario Flores, Rhodes tocó la Partita núm. 1 de Bach, la Balada núm. 4 de Chopin y la Chacona de Bach-Busoni. No es mi pianista favorito —prefiero interpretaciones más en relieve, más articuladas y con sonido natural, sin amplificar— pero creo que su forma de concebir su show hace mucho bien. Sale a escena despeinado, en camiseta y zapatillas; se levanta a hablar entre obra y obra y su discurso, entreverado de tacos, rompe la convención. Yo soy un convencido de que la música clásica es una joya, una de las construcciones verdaderamente admirables de la civilización occidental, y que es deseable que todo el mundo tenga acceso a ella. También estoy convencido de que desde hace décadas, está encerrada en una cáscara de elitismo, exclusividad, esnobismo y memez. Ese cascarón hay que abrirlo. Rhodes es partidario más bien de volarlo en pedazos, lo que no me parece mal, siempre que sobreviva la música limpia y pimpante en todo su esplendor y en toda su riqueza de matices, sutilezas y perfecciones, sin las cuales se quedaría en nada. James Rhodes tiene un mérito principal que me hace quitarme el sombrero: por motivos y procedimientos extramusicales —a base de contar abiertamente su vida, que es un caso extraordinario de superación personal— este inglés superviviente y malhablado ha conseguido acercar la mejor música a muchos miles de personas en España. Ojalá existieran muchos más Rhodes.