Dentro el boom iberoamericano de directores de orquesta que está comiéndose el mundo (Gustavo Dudamel de Venezuela, Andrés Orozco-Estrada de Colombia, Miguel Hart-Bedoya de Perú, además de los españoles Pablo Heras-Casado, Jaime Martín, Gustavo Gimeno y algunos otros), hay que contar a la mexicana Alondra de la Parra, titular de la Sinfónica de Queensland y fundadora de la Filarmónica de las Américas de Nueva York. Alondra está haciendo carrera internacional —viene de estrenar en la Staatsoper de Berlín una nueva producción, muy controvertida, por cierto, de La flauta mágica— y se acaba de presentar en Madrid, en un concierto de la Orquesta Nacional dedicado a la música de cine.
La primera parte, neoyorquina, fue magnífica y me convenció de que Alondra de la Parra es una directora de talento. Su estilo es apasionado, como el de casi todos sus compañeros de generación, pero a la vez contenido, sin movimientos superfluos. Además, su gesto es relajado, y transmite facilidad y dominio de la situación, incluso en los momentos más comprometidos. Las danzas sinfónicas de West Side Story de Bernstein, por muy Broadway que sean, no son nada fáciles. No es frecuente oírlas ajustadas, precisas, limpias y cargadas de energía rítmica y expresiva, como esta vez. Alondra consiguió movilizar a la Nacional, lo que no ocurre siempre, y se anotó un buen triunfo. Lo mismo ocurrió con la Rhapsody in Blue de Gershwin, que dirigió a continuación, con el poderoso Michel Camilo sentado al piano. Camilo tocó con nervio y pasión, muy en estilo y siempre al borde del arrebato. Ambos músicos se metieron al público en el bolsillo.
La segunda parte era enteramente mexicana. Se oyó el Danzón núm. 2, de Arturo Márquez (1950), compositor especialista en llevar a la sala de conciertos formas musicales populares, y la suite sinfónica de La noche de los mayas, de Silvestre Revueltas. El Revueltas de Sensemayá, su obra maestra, gustaba especialmente a Celibidache. El de Los mayos, indigenista también, tiene menos interés musical, con una orquesta de muchos efectivos —una docena larga de percusionistas— y no tanto efecto. Esta escrita como banda sonora para la película de Chano Urueta, de 1939. Espero poder ver a Alondra de la Parra en un repertorio de más hondura sinfónica. Por lo oído en este concierto, sobre todo en Bernstein, creo que puede hacerlo muy bien.
La dirección de orquesta es una de las profesiones más exigentes del mundo, aunque solo sea por lo escasas y lo caras que son las orquestas. El instrumento de estos músicos no es una flauta, ni un piano, cuyo precio podemos medir en miles de euros, sino una institución compleja que tiene un coste anual mareante. Como casi todos los demás aspectos de la música, la dirección de orquesta está necesitada de renovación. Hacen falta directores con ideas nuevas y mente abierta que, sin dejar de profundizar en el sonido, sean capaces de ensanchar horizontes, repertorios y públicos y comprendan que el componente social no puede ser un adorno de sus carreras, sino una urgencia que los tiempos imponen ineludiblemente. Hace falta también que más mujeres se animen a dirigir, porque no podemos seguir contentándonos con la mitad del talento disponible. Lo necesitamos entero. En el Teatro Real de Madrid actuó hace medio siglo la pionera, la gran Nadia Boulanger, ya octogenaria, dirigiendo un Requiem de Fauré a la entonces joven Orquesta y Coro de RTVE. Yo era entonces demasiado pequeño, pero después he podido disfrutar de las visitas de Emmanuelle Haïm, Susanna Malkki y algunas otras incluidas las españolas, como Gloria Isabel Ramos, que fue titular de la Orquesta de Córdoba, pero no sé si ha seguido haciendo carrera. Aun contando a todas las directores en ejercicio, sin dejar una, el número seguiría siendo muy bajo en comparación con sus colegas hombres. La abundancia de mujeres instrumentistas, cantantes y compositoras, cuya creatividad disfrutamos a diario, es la medida de lo que nos estamos perdiendo en el campo de la dirección.