En 1927, al salir del concierto de presentación en París del niño Yehudi Menuhin, Nadia Boulanger se encuentra por la calle con su admiradísimo Manuel de Falla, que estaba allí para el estreno de su Soneto a Córdoba. Boulanger le pregunta por Menuhin y don Manuel responde: "Sí, sí, me ha impresionado, es un niño prodigio, pero me impresionan aún más los ancianos prodigio. Verdi escribiendo Falstaff a los ochenta años me sorprende más que Mozart componiendo sus obras maestras a los veinte". No sé cuándo vio Falla Falstaff por primera vez, quizá durante los siete años que pasó en París hasta el estallido de la Gran Guerra, antes, por lo tanto, de componer El sombrero de tres picos. Quién sabe si el dominio del fagot que impone Verdi en la escena del intento de seducción de Alice Ford por parte del gordo Sir John Falstaff pudo influir en la decisión de Falla de entregar también al fagot en El sombrero los acercamientos, igualmente torpes y ridículos, del viejo corregidor a la bella molinera.
Del Falstaff que sucede estos días en el Teatro Real hay que decir lo primero que el público lo pasó en grande, lo que no siempre es el caso, ni siquiera en las óperas que pretenden ser comedias. Sonrisa permanente, risa ocasional: a la gracia de este Falstaff contribuyen una cadena de artistas con vis cómica, algunos de ellos geniales: el Shakespeare de Las alegres comadres de Windsor, el libretista Arrigo Boito, el compositor Giuseppe Verdi, el director de escena Laurent Pelly y el barítono Roberto di Candia, que es, además, buen actor y compone un Falstaff humano, cercano, casi siempre ridículo, pero nunca grotesco. Además de él, destacó la bonita voz de Ruth Iniesta en Nannetta y la voluntad de frasear y cantar bonito de Rebeca Evans en Alice. A lo largo de toda la ópera, uno esperaba con ilusión las intervenciones de estas dos sopranos. Los demás estuvieron bien, sin ningún bajón. El director musical, Daniele Rustioni, mostró dominio y control de la situación, sin lo cual no hay ópera posible.
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La puesta en escena, clara de intenciones y de realización, contribuyó mucho al éxito. Sobre todo, la dirección de actores, enraizada en la tradición del vodevil y de nuestra vieja comedia de enredo. El director de escena Pelly renuncia a contar una historia propia, lo que se agradece, y se une a los músicos para contar con eficacia la historia de Boito/Verdi. A veces se entretiene en subrayar la acción con gestos escénicos, algunos bastante originales. La taberna de Falstaff es minúscula: ocupa un diez por ciento escaso del escenario, con todo lo demás, negro. En mitad de la perorata de Falstaff, cuando se sube al sofá diciendo que "este es mi imperio", las paredes se expanden y él queda dominando media ciudad de Londres. Después, cuando suena la frase "qué bueno es beber y desabrocharse al sol", esas mismas paredes minúsculas se desquician, se desabotonan, podríamos decir, y se abren como los pétalos de una flor. Desabrochar costosamente todo un decorado porque el protagonista menciona de pasada que le gustaría desnudarse al sol puede parecer una idea descabellada o ingenua. Yo la encuentro más bien ingenuista y sonriente y veo que ayuda a definir el personaje, cuyas ensoñaciones son clave. Ilustraciones sorprendentes como esta, hay muchas. No sé qué pensar de la iluminación, que tiene sombras incomprensibles en los dos primeros actos y ofrece luego hallazgos como el bosque del tercer acto, que se resuelve a escenario vacío, recurriendo únicamente a una línea de cinco focos cenitales que dejan entre sí cuatro zonas de sombra. En vez de alternar árbol y no árbol, Pelly alterna luz y no luz y hace que sus personajes subrayen la idea recorriendo constantemente la línea, con efecto casi estroboscópico.
El Falstaff del Real: buena presentación de una obra maestra. Ojalá pudiéramos decir esto siempre.