Antes del virus, el Teatro Real presentó La valquiria de Wagner y Three Tales de Steve Reich, dos óperas trascendentes en las que el tema no es qué será finalmente del amor entre la soprano y el tenor, sino quiénes somos, de dónde venimos, etc. Lo bonito es que, casi siempre, la cuestión trascendente, el conflicto existencial, acaba resolviéndose en el terreno vital: no sabemos quiénes somos, pero nos queremos. Así, Wotan, el mandamás de la teogonía germánica, el superdiós del norte, lía y deslía sus eternales asuntos, a menudo amorosos, en el mundo de los mortales, igual que hacía Zeus en el sur. También Yahvé, de los hebreos, andaba siempre enredado en pactos con humanos.
Traten del más allá o del más acá, lo que nos importa de las óperas no es el asunto, el qué, sino el cómo, el acierto con que el autor construye su obra y los intérpretes la reconstruyen en cada representación. De ese acierto, de la exactitud poética que pedía Juan Ramón Jiménez, depende que se produzca el fogonazo que ilumina al espectador y le ayuda, de manera misteriosa, a comprender y a comprenderse, sea en una gracieta sonora de Chueca o en una megaobra totalizante de Wagner. Sin esa verdad, tan escurridiza, el arte es banalidad.
En la Valquiria del Real abundaron los aciertos, tanto en el foso como sobre el escenario. La orquesta sonó matizada, articulada y organizada en capas que el oído disfrutaba explorando. En Wagner, los cantantes dibujan la historia, pero es la orquesta quien debe darle sentido y, a base de color, claridad y profundidad desplegarla en dimensiones múltiples. Pablo Heras-Casado estuvo a la altura de esta abrumadora tarea. Hubo acierto también en el reparto, que encabezaba Christopher Ventris, un magnífico Siegmund, a la vez firme y cercano. En su puesta en escena, continuación de la de El oro del Rin del año anterior, Robert Carsen añade personalidad sin secuestrar del todo la atención, lo que se agradece sobre todo en Wagner, que concebía el arte total, la ópera, como la obra de un artista total, él, poco partidario de otras autorías paralelas. En esta Valquiria vimos muy buen teatro, amplio en la concepción del espacio, preciso en la iluminación y en la dirección de actores.
También resultó iluminadora la videópera Three Tales, con videoarte de Beryl Korot y música de Steve Reich interpretada en vivo por los cinco cantantes de Synergy Vocals y músicos de la Orquesta Titular del Teatro Real dirigidos con pulso firme por Nacho de Paz en las naves del Matadero. Como en La valquiria, el esquema de la historia nos llega a través de palabras e imágenes, pero el meollo lo aporta la música. Por eso son óperas. Reich crea un universo sonoro plano constituido por una multitud incesante de accidentes melódicos —y, sobre todo, rítmicos— que no percibimos como acontecimientos individuales, sino agregados en un sumatorio hipnótico y estable.
Desde la superficie minimal, casi vacía, que habita, Reich mira al fondo de la música y de la vida. Los relatos de este tríptico muestran la perplejidad del ser humano ante el progreso tecnológico expresada en un crescendo de situaciones ominosas: el desastre del Hindenburg, aquel gigantesco dirigible alemán que ardió trágicamente al atracar en Nueva Jersey; la evacuación del atolón Bikini para su devastación posterior por pruebas nucleares; y la sacudida a nuestra identidad genética que representó el diseño, nacimiento, vida y muerte de la oveja Dolly, el primero mamífero nacido por clonación. Korot y Reich terminan su ópera dando voz al gran Richard Dawkins (El gen egoísta, 1976). No somos individuos con genes dentro, sino al revés: somos máquinas creadas por nuestros genes con el fin de procurar su proliferación (¡la de ellos!). We are machines... oímos una y otra vez a un Dawkins que llena inmisericorde la pantalla.