En el MEIAC, el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo de Badajoz, delante de siete metros de mural en blanco y negro de Leonel Moura, el Cuarteto Tana realizó el estreno absoluto de Las semanas del jardín, el cuarteto de cuerda número 16 (¡dieciséis!) de Jesús Rueda, encargo de la Sociedad Filarmónica de Badajoz, dentro del Ciclo de Música Actual que la Sociedad organiza con el CNDM.
Con este demarraje, Rueda deja atrás al grupo de cabeza de nuestros cuartetistas, que compartía con Conrado del Campo (14) y Ramón Barce, Cristóbal Halffter y José María Sánchez-Verdú (11), más alguno que se me haya traspapelado y sin contar los 90 o por ahí de Boccherini. Son simples cifras, se dirá, pero también síntomas de la pasión con que estos compositores abordan (o abordaron) este género tan peculiar y exigente.
Las semanas del jardín se llama igual que la misteriosa novela (o drama, o cuento, o poema) que Cervantes mencionó como suya, pero nadie ha visto nunca. El cuarteto se extiende treinta minutos repartidos en tres partes dominadas por la voluntad de sonar bien. El autor busca y encuentra la calidad del sonido en una escritura que potencia el equilibrio del cuarteto de cuerda. Lo trata alternativamente con firmeza rítmica y con un lirismo de belleza extremada.
[Música obligatoria en el Metro de Madrid, por Álvaro Guibert]
Al presentar el cuarteto, la violonchelista, Jeane Maisonhaute, se refirió al contraste entre la serenidad de la naturaleza y la violencia de la ciudad. Quedó en la sala la idea de jardín como síntesis de lo urbano y lo natural. En estas Semanas oímos un contrapunto que diríamos multisecular, entre los polifonistas del renacimiento y los expresionistas de la premodernidad, si no fuera por su carácter personal: crea un espacio expresivo propio, muy eficaz y puramente Rueda.
A continuación, el Cuarteto Tana completó su magnífica actuación pacense realizando el estreno en España del Cuarteto núm. 9, "King Lear" que Philip Glass escribió para ellos. Es una gran sorpresa, porque aquí Glass va más allá de su lenguaje acostumbrado. En lugar de bloques repetitivos, oímos espacios de melodía acompañada.
¿Violines cantando una bonita melodía a dos voces mientras viola y violonchelo les hacen el umpa en pizzicato? Pues sí y otras muchas texturas y colores tradicionales, junto con caracterizaciones temáticas de los personajes (la música nació para un representación de El rey Lear en Broadway), rodeado todo ello, es verdad, de un aire minimalista. Siguiente en el Ciclo de la Filarmónica de Badajoz será la música de Benet Casablancas, compositor residente este año en el CNDM, en el piano de Ánge Sanzo, rodeada de Chopin y Prokófiev.
A la vez que Rueda estrenaba en Badajoz, unos kilómetros al norte nacía Atrium Musicae, un festival promovido por la Fundación Atrio Cáceres, ligada al famoso restaurante. Es un festival de bolsillo, con cinco conciertos empaquetados en tres días.
En la Concatedral de Santa María, el Gran Teatro y la Iglesia de San Juan Bautista de Cáceres y en el Museo Vostell de Malpartida sonó un surtido de clásicos, obras asentadas, éxitos de mil años de repertorio: el Winterreise del barítono Manuel Walser, cuartetos de los patriarcas vieneses interpretados por el Cosmos, una combinación de suites de Bach y composiciones propias de la violonchelista Iris Azquinezer, una selección de piezas medievales de asunto gastronómico reunidas por la Schola Antiqua de Juan Carlos Asensio y una sesión a cargo de Daniel Oyarzábal como organista y arreglista, a la que pude asistir.
['Policías y ladrones', una zarzuela en griego antiguo, por Álvaro Guibert]
Teníamos delante el gran retablo renacentista de la Concatedral, muy extremeño, con su ascensión de santamarías sin policromar (otro gran fondo monocromo para un concierto), y detrás y por todas partes, el sonido del órgano Manuel de la Viña, que nació barroco, padeció modernización y nos ha llegado, como tantos otros, mutilado, pero suena y debe hacerse sonar.
Sentado en la consola eléctrica, Daniel Oyarzábal parecía disfrutar tanto o más que los oyentes, lo que es de agradecer porque si toda música se beneficia de un esfuerzo de acercamiento a la gente por parte del intérprete, la de órgano aún más.
Se nos ofrecieron obras de efecto seguro de Widor y Bach junto con transcripciones del propio Oyarzábal de La gazza ladra de Rossini, Peer Gynt de Grieg y El carnaval de los animales de Saint-Saëns, con las campanudas campanas de La gran puerta de Kiev como apoteosis final.
¡Qué difícil es oír ahora sin sentir un escalofrío nada que lleve el nombre de Kiev! En todo caso, música de ida y vuelta: desde el piano de Musorgski hasta la orquesta de Ravel y regreso al teclado en el órgano de Oyarzábal.