A Pilar Yzaguirre, que fue directora del Festival de Otoño de Madrid, le debo dos impresiones musicales muy fuertes, dos estrenos en España: el de San Francisco de Asís de Olivier Messiaen, en el antiguo Teatro Real, en 1986, y el de La nariz de Dmitri Shostakóvich, en el Real Coliseo Carlos III de El Escorial, en 1992, con Anatoli Levin como director musical.
Aún me pregunto cómo pudo caber en esa bombonerita una ópera del calibre de La nariz, enorme por número de papeles e instrumentos de percusión. Recuerdo el impacto que me causaron la música de Shostakóvich y la lección de teatro total que recibimos del gran Borís Pokrovsky al frente de su Teatro de Cámara de Moscú. Todos hacían de todo: los cantantes eran también bailarines, figurantes y técnicos y si no tocaban también el violín no era, desde luego, por falta de disposición.
No había vuelto a oír esa música hasta ahora, en el nuevo Teatro Real, con Barrie Kosky como director de escena y Mark Wigglesworth como director musical. Mis recuerdos se han visto confirmados: este es mi Shostakóvich favorito, el recién salido del conservatorio que, en 1926, se come el mundo en cada partitura y derrama talento y pujanza en cada compás. Luego la vida le llevó por otros lugares, a menudo más amargos.
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A diferencia de la mayoría de sus composiciones posteriores y a semejanza de la Primera sinfonía, en La nariz hay muchas músicas distintas, la mayoría novedosas, coloridas, incitantes y, a menudo, divertidas y breves: pocas llegan al minuto de duración. Es un caleidoscopio apabullante, un carrusel de imágenes sonoras a cuál más potente que se suceden a velocidad de vértigo. Hay pasajes tonales, bitonales, politonales, casi atonales e incluso sin tono alguno, como el interludio para diez percusionistas, puro ritmo y color, que se adelanta unos años a la Ionización de Edgar Varèse.
A veces, la orquesta se reduce durante un rato largo a un solo de piano o de arpa, clarinete bajo o violonchelo, o toma la forma de orquesta de cuerda o de marcha callejero-trompetera. Otras veces, la acción musical se limita a un pulso insistente de bombo, que suena a latidos ominosos o a porrazos en la puerta aún más ominosos. Los interludios instrumentales son todos fascinantes, igual que los conjuntos vocales, alardes de dominio técnico de este joven que, de niño, tocaba de memoria El clave bien temperado.
Este es mi Shostakóvich favorito, el recién salido del conservatorio que se come el mundo en cada partitura y derrama talento y pujanza
De hecho, algunas de las texturas musicales de esta ópera hacen pensar en el Shostakóvich pianista que se ganaba la vida en el cine improvisando al piano música para las películas. Me pregunto si el vestuario de los policías de esta producción no estará inspirado en los guardias de la porra a los que se enfrentaba siempre Charlot y si las galopadas enloquecidas que abundan en las obras de Shostakóvich no tendrán su raíz en aquellas improvisaciones debajo de la pantalla. Nunca lo sabremos.
La música era el destino de Shostakóvich, su condición inevitable, pero no su pasión. La música era él, su persona, pero su pasión fue desde niño el teatro. En La nariz, cuyo libretista principal es el propio Shostakóvich, por encima de la palabra y de la música, lo que le llega a uno es el teatro: representación, farsa y espejo. Es impresionante el esfuerzo de casting del Teatro Real para esta ópera/colmena, con más de 70 papeles repartidos entre una treintena de solistas, además de un cameo de Anne Igartiburu.
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El gran triunfador de la noche fue, con Shostakóvich, el formidable bajo-barítono Martin Winkler. Su construcción del papel protagonista, el asesor colegiado Platón Kovaliov cuya nariz toma un buen día el pescante y se va, es tan convincente en lo musical como en lo escénico. Domina los tiempos y los silencios y, apoyado en su no-nariz, roja como la de los payasos, se sitúa siempre al borde de lo histriónico, pero sin cruzar la raya, como es propio de la alta farsa, el teatro satírico con ambición estética. En el planteamiento vocal de La nariz, los momentos de expansión melódica son escasos y, por lo mismo, importantes. Los cantó deliciosamente Iwona Sobotka, en su melismático papel de voz que suena en la catedral.
Otro triunfador de la noche fue el público del Teatro Real. A diferencia del de los estrenos, que suele caer en la ordinariez de irse nada más bajar el telón, sin molestarse en despedir al elenco con aplausos o abucheos, este de la tercera representación correspondió al arte de los artistas con una generosa porción de feedback. Positivo, en este caso.