El Requiem de Verdi que acaba de hacer Pablo González con la Orquesta Sinfónica y Coro RTVE es impresionante no solo por los momentos de plenitud, sino por las delicadezas. El maestro González les dio a solistas, coro y orquesta el valor necesario para atacar las frases en pianísimo, incluso en el agudo.
Esos momentos sotto voce, esos alardes più piano possibile, son los que dan sentido al tremebundo Dies irae, que sonó adecuadamente apocalíptico y multiplicó su impacto al hacer su aparición como una bomba entre sutileza y sutileza, como una catástrofe repentina e inesperada.
Además de animarles a tomar riesgos, González les embarcó a todos en la aventura. Los acordes exactos, afilados como un hachazo y afinados hasta el punto de explotar en nítida iluminación, son los que nos mueven en la silla. Así sonó el trompeteo del Tuba mirum y algunos pasajes a cappella.
Esos sonidos que, por su perfección, son música en sí mismos no se obtienen solo con técnica de batuta y muñeca de oro, sino seduciendo a instrumentistas y cantantes, consiguiendo, no se sabe cómo, que compartan la obsesión de la búsqueda.
Exagerando un poco, pero no mucho, podemos decir que un director excepcional es una especie de capitán Ahab, que busca en cada compás una ballena blanca y consigue que todos los músicos deseen lanzarse juntos a por ella. En todo caso, se trata de un Ahab sin elementos oscuros.
Lo cierto es que, en su expresión más refinada, la ceremonia de la música de conjunto opera en estratos profundos de la personalidad de intérpretes y oyentes y requiere de ellos una conjunción emocional difícil de explicar. El director no necesita poderes demoníacos, pero sí claridad de propósito, que es lo que resulta irresistible.
['La nariz': una lección de teatro]
Cuando sabe exactamente a dónde va, la batuta del director se convierte en flauta de Hamelin. Pues allí, en los prolegómenos de la Semana Santa, conjurados por el gran Pablo, dieron muestra de su calidad los músicos de RTVE y cuatro buenos solistas vocales, sobre todo el tenor Antonio Poli y la soprano Miren Urbieta-Vega.
Todos ellos le dieron a esta música el acento que requiere, que es el operístico. El Requiem es una ópera que Verdi trasladó del teatro a la iglesia. Ya lo había hecho antes Rossini, con su Stabat Mater y su Pequeña misa solemne, que son también puro teatro. Rossini se disculpó en la propia partitura de la Misa ("Buen Dios, yo nací para la ópera, ya sabes, poca ciencia y algo de corazón"), pero su disculpa era retórica, porque la propia liturgia tiene alma teatral y viceversa.
¿No es escena el presbiterio?, ¿no hay drama en el rito de la misa?, ¿no es ritual lo que ocurre en un escenario?, ¿no empezó nuestro teatro en los atrios de las iglesias? Las misas gregorianas, las de Machaut, Mozart, Schubert, Beethoven, esta de Verdi y todas las demás son representaciones, performances, porque la propia liturgia lo es. Sobre todo la católica.
Para ejecutar el Libera me final, que sintetiza y recapitula el drama del Requiem, la soprano procesionó por todo el escenario hasta situarse arriba, junto al coro, desde donde lanzó su ominosa súplica:"¡Líbrame, Señor, de la muerte eterna en ese día tremendo!".
A propósito de rito, teatro y música, unos días antes mantuve una conversación iluminadora. Escena del camerino tras la fantástica interpretación de la Sonata núm. 5 de Beethoven por el joven violonchelista Leonardo Chiodo. Ante mí y ante su maestro, el gran Iván Monighetti, Leo se medio disculpaba por haber tocado de memoria, sin partitura. Alegaba dificultades del paso de páginas, "Tal vez, si huiera usado tablet y pedal...".
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Pensé que se estaba liando, quizá por el idioma, porque la gente suele disculparse por lo contrario, por tener que sacar partitura, pero no, Leo sabía muy bien lo que decía. Hubiera querido seguir en el papel la parte de piano mientras sonaba y señaló otras dos cosas que por haber tocado de memoria no pudo hacer: mirarle a los ojos a Beethoven y no decir, sino leer, el texto musical al público.
Su clarividencia me dejó pasmado. En el viejo recital de violonchelo y piano, Chiodo ve una ocasión de celebrar de tú a tú a Beethoven transustanciado en pentagrama y de reconocer mediante una escenificación de la ceremonia de la lectura el papel de los tres protagonistas de este drama: el compositor, el intérprete y el espectador.
Una escena parecida a la antigua lectura en grupo al amor de la lumbre. Me alegré mucho. Trescientos años después de inventado, si se mira con ojos nuevos, el concierto público sigue mostrando facetas nuevas.