En septiembre de 1944 Clarice Lispector estaba en Nápoles, donde ayudó en el auxilio a los soldados brasileños que luchaban junto a los aliados en Italia durante la II Guerra Mundial. En el Museo Nazionale compró una postal que reproducía el cuadro "La samaritana en el pozo" de Lavinia Fontana y se la envió a Lêdo Ivo, haciendo constar una doble dirección: la Rua Cândido Mendes de Rio o, si allí no dieran con él, la librería José Olimpio. A esa librería le ha dedicado no pocas páginas hermosas el poeta. La postal, que es a lo que íbamos, decía: "Le pido la gentileza de la samaritana: escríbame. Sea muy feliz y haga versos". En portugués, ese consejo de Clarice ("Seja muito feliz e faça versos") es además un endecasílabo, y cualquiera diría que Lêdo Ivo lo tomó como poética, pues su poesía, a lo largo de los años, se ha ido convirtiendo en un eficaz cedazo que separa la arena de los días del oro de la vida, siguiendo aquel epigrama de la Palatina: sólo al tiempo que hayas sido feliz llámalo vida, el resto es sólo tiempo. Consejo, el de Clarice, que no habría de ser difícil de cumplir para quien lleva la alegría en su nombre: si nos ponemos etimológicos, Lêdo viene del latín laetus, justamente, alegre.

Si a eso sumamos que su mujer se llamaba Leda, ¿qué más podemos añadir? El poeta ha jugado en sus versos en alguna ocasión con ese significado oculto de su nombre. El tiempo, en la poesía de Lêdo Ivo, es lo que pasa, lo que fluye: el tráfico, la sangre, los yates, las excavadoras, el coche negro que en uno de sus ultimísimos poemas es una metáfora de la muerte. La vida es lo que permanece, lo que se detiene: las trampas para peces, el pubis de la amada, la espesura, la noche que pasa con pies descalzos y los ruidos que hace cualquiera que ande a oscuras por lugares que conocemos siempre a medias.

La presencia de Ivo se está volviendo tan frecuente en España que dentro de poco no nos quedará más remedio que considerarle un poeta español. En parte ya lo es: Góngora o Quevedo, por citar sólo a dos clásicos, son dos de los ecos que resuenan en su voz poderosa. Si hace unos meses recibía el premio Rosalía de Castro, ahora le ha sido concedido el Leteo, que antes fuera a manos de Paul Auster o Michel Houellebecq. En el último Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (que sólo en dos ocasiones, de las veinte en que se ha dado, ha ido a parar a poetas de lengua portuguesa: el brasileño João Cabral de Melo Neto -que vivió en Barcelona- en 1994, y la portuguesa Sophia de Mello en 2003) su nombre sonó con fuerza y habrá que tenerlo en cuenta en las próximas convocatorias. Ahora viene para leer sus poemas en la Residencia de Estudiantes (el cinco de octubre), charlar con algunos de sus traductores (el 27 de septiembre) y para impartir un taller (29 y 30 de septiembre) al que, creo, aún estarán a tiempo de apuntarse. Seguro que merece la pena.

Toda esta atención hacia Lêdo Ivo es una sorpresa feliz en un ambiente que normalmente no ha prestado mucha atención a la poesía brasileña. Algo de caso hemos hecho a Drummond de Andrade o Vinícius de Moraes, y recientemente aparecieron algunos libros del simpar Mario Quintana. Sin embargo, si queremos leer a Manuel Bandeira en castellano hay que hacerlo en la edición argentina de Adriana Hidalgo. Vaso Roto publicó Una antología de poesía brasileña de Elizabeth Bishop, que, aun incluyendo algunos poemas memorables (para mí, con La mesa de Drummond sobre todos) tiene más de documento que de antología verdaderamente representativa; y hay algunas dedicadas a poetas más jóvenes. Hace años se publicaron un par de libros de Ferreira Gullar (n. 1930, junto a Ivo tal vez el poeta brasileño vivo más conocido) en Bassarai y Visor, entre ellos el Poema sucio que le dio fama a finales de los 70 y que, creo, ha envejecido mal. Más interés tienen sus memorias, Rabo de foguete, en las que cuenta sus andanzas juveniles como comunista más o menos convencido pero tampoco demasiado activo que de pronto se ve obligado a irse a la URSS a aprender comunismo y que después pasó por varios exilios en Chile y Argentina. Tal vez la edición brasileña sea difícil de conseguir pero gracias al premio Camões (el Cervantes de la lengua portuguesa) que le dieron a Gullar en 2010 la editorial portuguesaVerbo lo ha editado aquí al lado.

También Lêdo Ivo acaba de publicar en Brasil un tomo más o menos memorialístico: O vento do mar (Contracapa), con portada de Gonçalo Ivo, pintor que es a su vez hijo de Lêdo. Y digo más o menos porque en este libro que en realidad son dos (el texto y la fotobiografía que lo acompaña página a página) Lêdo Ivo casi no habla de sí mismo, pero sí mucho de los ambientes por los que fue pasando, de los poetas que trató. Un libro delicioso que trata tanto de la amistad con el gran Manuel Bandeira como de la travesía de la infelicidad de Clarice Lispector. Lêdo, el más alto poeta de su generación en Brasil, es además un ensayista sutil, inteligente y vivo, siempre capaz de descubrirnos nuevos aspectos de los autores que trata sin más aparato crítico que su brillantez.

Del poeta español Lêdo Ivo tenemos varios libros disponibles en España. El primero de ellos, La moneda perdida, lo tradujo Amador Palacios para Olifante en 2004. Luego Lêdo Ivo se hizo poema gracias a Juan Carlos Mestre, que en su libro La casa roja incluyó "Cavalo morto", que comienza diciendo que "Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lêdo Ivo" y que "un poema de Lêdo Ivo es una luciérnaga que busca una moneda perdida". El poema, justamente célebre, popularizó el nombre de Ivo y el propio Mestre y Guadalupe Grande elaboraron una antología que titularon La aldea de sal y que publicó Calambur en 2009. El Centro Cultural de la Generación del 27 publicó ese mismo año Réquiem en traducción de Marta Spagnuolo. Y en Vaso Roto han aparecido Rumor nocturno, Plenilunio y Calima, publicado antes en España e inédito aún en Brasil.

En Hispanoamérica han aparecido varias antologías de su obra. A Lêdo Ivo le gustan los perros, las corbatas y un verso de Lucrecio: "Es dulce envejecer con el alma honesta". De eso, de envejecer, hablan los poemas del que será su próximo libro, hermosamente titulado Aurora, y del que me siento honrado en ofrecer a continuación una pequeña muestra inédita:

EL AUTOMÓVIL NEGRO

¿Quién dejó este automóvil en el garaje?

En el garaje vacío ningún auto está aparcado.

Y nadie se atrevería a cruzar el espacio

en que los sueños y la basura de los astros se amontonan.

En que la vida corre como el agua de las pilas rotas.

Mucho más allá de cualquier vértigo o pensamiento se extiende

la autopista inalcanzable.

Se bifurca cuando la noche cae y surgen

moteles iluminados y gasolineras

puestos por el tiempo en el portal del mundo

que oscila siempre entre lo horrendo y lo bello.

En la oscuridad del día fugitivo

el aparcacoches avanza

y por fin descubre un automóvil negro aparcado en el garaje.

YENDO EN METRO

Siempre que estoy en París tengo frío.

Mi abrigo guarda la llave del invierno.

Y nieva en mi silencio un silencio de nieve

en el suelo blanco del mundo,

en el suelo blanco que borra

todas las culpas y miserias.

Y al ir en metro mi frío se agrava:

como si los pasajeros que me rodean

con sus rostros de cera y de cerusa,

sus rostros de fantasmas mal dormidos,

fuesen difuntos que deben bajarse

con los zapatos húmedos de nieve

en la blanca estación de Père-Lachaise.