Cuentan que un día iba Vicente Gallego en coche, conduciendo no recuerdo por dónde, cuando de repente le asaltó una iluminación. Detuvo el coche y se dejó inundar por ella; desde entonces vive con una conciencia plena y feliz de comunión con el universo. Eso cuentan, y si uno se fija en la fotografía que aparece en la solapa de su nuevo libro, Mundo dentro del claro (Tusquets), y repara en su gesto de infinita beatitud, no puede por menos que creerlo e imaginarse cómo las aves se posan en su mano y le hablan los ciervos y tiene todas las respuestas pero no necesita decirlas, porque su mirada es ya la respuesta.
Así contado puede parecer una chaladura, pero eso será culpa mía. Si la chaladura le vuelve a uno feliz y repartidor de felicidad, yo también la querría para mí.
Hace ya unos cuantos libros que la exaltación vital es el tema esencial de los libros no sólo de Vicente Gallego, sino de sus compañeros (en estética) Carlos Marzal (“hermano interminable”, le llama Vicente Gallego en la dedicatoria de este libro) y Miguel Ángel Velasco. Entre los tres, y retomando la estela de Claudio Rodríguez (para felicidad de Luis García Jambrina, ese crítico que una vez iba en coche, le asaltó una iluminación y desde entonces sólo ve influencias de Claudio Rodríguez por todas partes) han creado una nueva mística laica, una poesía lanzada a la captura de la epifanía cotidiana. En esa trascendencia tienen que ver las drogas, profusamente mencionadas y aludidas, pero no sólo, ni mucho menos: aquí importa todo lo que ayude a alcanzar dimensiones nuevas del ser, a trascenderse para estar más dentro de uno mismo.
Reconozco mis reparos para con los riesgos de su intento. Ánima mía, el último libro de Carlos Marzal (por quien comparto el respeto y la admiración que se ha ido ganando libro a libro) no me gustó porque me pareció que caía demasiadas veces en esos riesgos, resumibles esencialmente en uno: el de dejar de tener los pies en la tierra. El viaje de esta trascendencia parte de la cotidianidad para elevarse y volver a ella nuevos, mejorados, más conscientes. Pero si en ese tránsito pierde todo apego con lo real inicial, lo más fácil es que en el viaje se disloque buena parte del sentido. El resultado debe ser una visión mejorada, ampliada de lo real; pero no distorsionada. Ese es, creo, el riesgo, en el que también Vicente Gallego cayó en algún poema anterior. Y en el que creo que cayó más a menudo el malogrado Miguel Ángel Velasco. Sus libros últimos pecaban de un exceso de retórica que hacía añorar sus magníficos libros primeros: El dibujo de la savia y Bosque adentro sobre todo. No es que su última etapa sea desdeñable, ni mucho menos: pero nunca dudaría en citar esos dos libros como parte de la más alta poesía escrita en España en las últimas décadas.
De los tres, siempre he pensado que Vicente Gallego es el más dotado poéticamente. Tal vez por ello ha sido el primero en encontrar plenamente el camino que lleva a completar ese tránsito de su poesía. Para entender y disfrutar a fondo Mundo dentro del claro hay que estar en sintonía con su propuesta espiritual e incluso, si se quiere, moral; pero es imposible que haya un solo lector que no sea consciente desde el primer momento de encontrarse ante un gran libro de poemas que nos muestra a cada paso el valor del detalle, del instante único como camino a una trascendencia interior que nos enseña a comprender el porqué de cada instante del mundo. Llegados a este párrafo, creo que lo mejor es callar y copiar un poema del libro para que se entienda lo que digo, porque lo va a decir mejor. Podría haber elegido la honda y emocionante elegía dedicada a Miguel Ángel Velasco o su luminosa relectura de la Ilíada, pero este “Quien la encuentre” es un gran ejemplo de cómo para hacer poesía hace falta bien poco (una rama de hinojo) y tantísimo: la capacidad de prestar atención al sonido de lo que prefiere callar, a la luz de aquello que apenas se advierte en la tiniebla:
Se hizo sin pensar:
me vi partiendo, al borde del camino,
la rama del hinojo.
Sabía de su anís, de su olor viejo,
y todo lo ignoraba de esa mantis
vegetal de amarillas floraciones
más allá de su nombre y de su efluvio.
Y fue al llevarme el corte verde al rostro
para aspirar la idea que tenía
de su aroma de antaño,
cuando perdí la cara a lo aprendido.
¿Qué era entonces el mundo, este lugar
del que puede borrarnos
la fragancia violenta de un hinojo
al metérsenos dentro y así abrirnos?
Un trago a lo real di en un descuido
y los montes se irguieron como montes;
el cielo se hizo cielo; el hombre un ver
libre ya de su sombra bajo el sol.
¿Es que puede una planta
al borde del camino darle muerte,
sin quitarle la vida,
a un desprevenido
que nada pretendía sino olerla?
Quien la encuentre, que parta
la rama de su hinojo.
No sé si será verdad esa historia que cuentan de la iluminación de Vicente Gallego. De la que estoy seguro es de la que sus poemas nos regalan. Este poema, tan parecido, en realidad, a otros suyos más antiguos (cambiando la rama de hinojo por un blues) tiene en nosotros el mismo efecto que su motivo. Y ya estoy hablando de más. Léanlo.
Así contado puede parecer una chaladura, pero eso será culpa mía. Si la chaladura le vuelve a uno feliz y repartidor de felicidad, yo también la querría para mí.
Hace ya unos cuantos libros que la exaltación vital es el tema esencial de los libros no sólo de Vicente Gallego, sino de sus compañeros (en estética) Carlos Marzal (“hermano interminable”, le llama Vicente Gallego en la dedicatoria de este libro) y Miguel Ángel Velasco. Entre los tres, y retomando la estela de Claudio Rodríguez (para felicidad de Luis García Jambrina, ese crítico que una vez iba en coche, le asaltó una iluminación y desde entonces sólo ve influencias de Claudio Rodríguez por todas partes) han creado una nueva mística laica, una poesía lanzada a la captura de la epifanía cotidiana. En esa trascendencia tienen que ver las drogas, profusamente mencionadas y aludidas, pero no sólo, ni mucho menos: aquí importa todo lo que ayude a alcanzar dimensiones nuevas del ser, a trascenderse para estar más dentro de uno mismo.
Reconozco mis reparos para con los riesgos de su intento. Ánima mía, el último libro de Carlos Marzal (por quien comparto el respeto y la admiración que se ha ido ganando libro a libro) no me gustó porque me pareció que caía demasiadas veces en esos riesgos, resumibles esencialmente en uno: el de dejar de tener los pies en la tierra. El viaje de esta trascendencia parte de la cotidianidad para elevarse y volver a ella nuevos, mejorados, más conscientes. Pero si en ese tránsito pierde todo apego con lo real inicial, lo más fácil es que en el viaje se disloque buena parte del sentido. El resultado debe ser una visión mejorada, ampliada de lo real; pero no distorsionada. Ese es, creo, el riesgo, en el que también Vicente Gallego cayó en algún poema anterior. Y en el que creo que cayó más a menudo el malogrado Miguel Ángel Velasco. Sus libros últimos pecaban de un exceso de retórica que hacía añorar sus magníficos libros primeros: El dibujo de la savia y Bosque adentro sobre todo. No es que su última etapa sea desdeñable, ni mucho menos: pero nunca dudaría en citar esos dos libros como parte de la más alta poesía escrita en España en las últimas décadas.
De los tres, siempre he pensado que Vicente Gallego es el más dotado poéticamente. Tal vez por ello ha sido el primero en encontrar plenamente el camino que lleva a completar ese tránsito de su poesía. Para entender y disfrutar a fondo Mundo dentro del claro hay que estar en sintonía con su propuesta espiritual e incluso, si se quiere, moral; pero es imposible que haya un solo lector que no sea consciente desde el primer momento de encontrarse ante un gran libro de poemas que nos muestra a cada paso el valor del detalle, del instante único como camino a una trascendencia interior que nos enseña a comprender el porqué de cada instante del mundo. Llegados a este párrafo, creo que lo mejor es callar y copiar un poema del libro para que se entienda lo que digo, porque lo va a decir mejor. Podría haber elegido la honda y emocionante elegía dedicada a Miguel Ángel Velasco o su luminosa relectura de la Ilíada, pero este “Quien la encuentre” es un gran ejemplo de cómo para hacer poesía hace falta bien poco (una rama de hinojo) y tantísimo: la capacidad de prestar atención al sonido de lo que prefiere callar, a la luz de aquello que apenas se advierte en la tiniebla:
Se hizo sin pensar:
me vi partiendo, al borde del camino,
la rama del hinojo.
Sabía de su anís, de su olor viejo,
y todo lo ignoraba de esa mantis
vegetal de amarillas floraciones
más allá de su nombre y de su efluvio.
Y fue al llevarme el corte verde al rostro
para aspirar la idea que tenía
de su aroma de antaño,
cuando perdí la cara a lo aprendido.
¿Qué era entonces el mundo, este lugar
del que puede borrarnos
la fragancia violenta de un hinojo
al metérsenos dentro y así abrirnos?
Un trago a lo real di en un descuido
y los montes se irguieron como montes;
el cielo se hizo cielo; el hombre un ver
libre ya de su sombra bajo el sol.
¿Es que puede una planta
al borde del camino darle muerte,
sin quitarle la vida,
a un desprevenido
que nada pretendía sino olerla?
Quien la encuentre, que parta
la rama de su hinojo.
No sé si será verdad esa historia que cuentan de la iluminación de Vicente Gallego. De la que estoy seguro es de la que sus poemas nos regalan. Este poema, tan parecido, en realidad, a otros suyos más antiguos (cambiando la rama de hinojo por un blues) tiene en nosotros el mismo efecto que su motivo. Y ya estoy hablando de más. Léanlo.