Debo reconocer que me aburren los críticos demasiado sesudos y la literatura que usa como percha asuntos más o menos filosóficos. No es que no me interese la filosofía, por supuesto. Pero la filosofía que acaba teniendo como único objeto la filosofía me parece una perversión como cualquier otra: tiene cierto interés al principio pero acaba por resultar repetitiva y provinciana. La máxima de "hay que preguntarnos si las cosas que damos por sentadas son realmente tan obvias" que parece mover buena parte del "pensamiento" hodierno tiene un interés relativo. La mayor parte de las cosas que damos por sentadas están bien dadas por sentadas, y enredarse en vueltas más o menos pensierosas a su alrededor acaba por ser una vuelta al mundo alrededor del ombligo del crítico de turno. Me ha pasado estos días leyendo el nuevo libro de Steiner, Poetry of Thought; me he quedado pensando por qué creerá la gente que es tan listo este hombre que se pone a pensar en cosas tan obvias, y me pasa a menudo cuando leo a ciertos críticos más o menos blogueros y a novelistas más o menos intelectualoides.



De vez en cuando surge el asunto de la relación entre poesía y filosofía. Que si el rizoma, que si la filosofía del lenguaje... Y se intenta a partir de la filosofía entender a poetas, clásicos y actuales. Pero es una forma equivocada de afrontar cómo se produce esa relación, y el equívoco está en la dirección de esa relación. En un artículo de su Petit manuel d'inesthétique (hay edición en español: Pequeño manual de inestética, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2009) significativamente titulado Una tarea filosófica: ser contemporáneo de Fernando Pessoa, el siempre lúcido Alain Badiou concluye enseguida que "la filosofía no está, no está todavía, bajo la condición de Pessoa. No piensa todavía a la altura de Pessoa" dejando claro que es la filosofía la que sigue al poeta, y no el poeta a la filosofía.



El poeta y el filósofo buscan ambos, probablemente, lo mismo, pero cada uno está más capacitado para una de las partes de esa búsqueda. El suyo no es un trabajo en paralelo: es un trabajo en colaboración. Desde luego que ha habido y habrá poetas con su aquel de filósofos y viceversa, filósofos que podrían contar sin mayores discusiones entre el bando de los poetas (y no precisamente por sus versos). Una metáfora que me gusta: puestos a buscar, el poeta es quien escarba en la tierra en busca de pepitas de oro. Remueve tierra, encuentra la pepita, la reconoce, la limpia, aprende de su brillo y se la pasa al filósofo, que procede a clasificarla, a emparentarla con otras parecidas, a ponerle nombre y apellidos. El verdadero filósofo es aquel que es capaz de seguir aprendiendo del brillo de esas pepitas mientras hace su parte del trabajo. El mal filósofo no distinguirá una pepita de oro de un haba petrificada, y procederá a clasificarlas con el mismo método y la misma falta de entusiasmo.



La intensidad del poeta es su avidez por encontrar esas pepitas, por gozar del instante único del hallazgo. Pero debe continuar cavando. Los hay que ni siquiera se detienen a disfrutar de lo encontrado; esos no interesan, dejarán buena parte de las pepitas sepultadas entre la tierra removida, por culpa de su avidez. Vendrán otros poetas peores aún a escarbar entre sus sobras. Pero no es mejor el que después de encontrar la pepita, intenta clasificarla como si fuera un filósofo. Esa no es su tarea. El poeta verdadero encuentra la pepita, la limpia, la observa hasta que aprende de ella.





Es entonces cuando se da, en el filósofo, la envidia de la poesía, y decide ponerse a escarbar también él, harto de limitarse a clasificar los hallazgos ajenos. Hay filósofos que escribieron poemas (los de Nietzsche no están mal, sin ser tampoco imprescindibles); pero muchos de sus hallazgos poéticos están en libros que no están escritos en verso: pienso ahora en La tijera, de Junger; o en el mil veces citado Dirección única de Benjamin; o en el Rizoma de Deleuze y Guattari (que en realidad es el prólogo a Mil mesetas en el que desarrollan un concepto esbozado en Capitalismo y esquizofrenia). Uno podría decir, sin necesidad de explicarlo demasiado, confiando en la intuición de los lectores, que esos tres son libros de poesía. Y es de ese modo, en tanto que son libros de poesía, que influyen en los poetas. No proponiendo esquemas sobre los que hacer poemas, sino derribando muros que dejan fluir con más libertad el flujo poético.



La envidia de la poesía no es un "vicio" exclusivo de los filósofos. La narrativa de la segunda mitad del siglo XX (y de lo que llevamos de este) está preñada de esta envidia. De una envidia, sobre todo, por el personaje poético que ha desarrollado la poesía moderna: una voz en primera persona que elabora su visión del mundo a partir de su propia experiencia. Un personaje que tiene su origen, como se ha escrito muchas veces (tantas que quizás, en rigor, sería hora más bien de comenzar a cuestionarlo) en el Romanticismo inglés con el Preludio de Wodsworth como piedra angular y que sufre después múltiples mutaciones hasta llegar a hoy: algunas tan esenciales como el paso de "protagonista" a "testigo" que se da sobre todo tras la II Guerra Mundial (el ejemplo de Milosz es singular) y la aparición del documental, y la incorporación de elementos que tienen que ver con la experiencia performativa del cuerpo: su incorporación a la poesía (Sylvia Plath, Anne Sexton...) de una forma absolutamente natural con sus dolores y sus humores (hasta entonces había sido patrimonio casi exclusivo de la escatología poética) ha sido sin duda otra de las grandes revoluciones poéticas del siglo. En buena parte la narrativa ha renunciado a aquello que tenía de puesta en pie de un mundo complejo mediante la suma de métodos y astucias propias del resto de géneros para acomodarse a discursos más simples, que admiten variaciones sin duda en su escritura, pero subordinados a menudo a una voz única, en primera persona, que al renunciar a algunas exigencias básicas de la poesía acaban resultando poemas alargados, blandos y sin tensión.



Decía el clásico que la enfermedad, se siente; la salud no. Diría uno que la labor de la narrativa es describir la enfermedad; la de la filosofía, clasificarla; la de la poesía es distinta: a la poesía le toca, sí, consolar al enfermo; pero esa es solo una parcela de su gran tarea: hacernos sentir la salud. Y esto vale para cualquier poema, ya se quiera filosófico o político o elegíaco.