Probablemente, si a cualquier lector habitual de poesía se le mentan los nombres de Andrés Trapiello y Olvido García Valdés su primera reacción será pensar en dos extremos estéticos, pues ambos representan, en cierto modo, la dialéctica que ocupó algunos quinquenios de la poesía hispánica, aquella que arrancó en oponer a Gil de Biedma a Valente, o aquella que hablaba de la poesía de la experiencia frente a la poesía del silencio, como si no hubiera algo de experiencia y algo de silencio en toda poesía. Pero no nos dejemos enredar por los juegos de palabras que sugieren las etiquetas. Si hay un ejemplo de que los extremos se tocan, ese ejemplo son los dos libros últimos de Andrés Trapiello, Segunda oscuridad (Pre-Textos) y Olvido García Valdés, Lo solo del animal (Tusquets). Merece la pena acercarse a ellos conjuntamente y desbrozar qué hay en ellos de verdaderamente diverso.



Ambos libros proponen una misma distancia, un apartamiento, un entregado elogio de la vida campestre y del acontecerse en la naturaleza. No de la vida del campo (ninguno de ellos es John Berger, ninguno de los dos lleva vida de campesino) sino de la vida del burgués mudado al campo. Es por ello que aparecen en los poemas de ambos los artesanos contratados para facilitar esa vida: en Lo solo del animal leemos que “me estaba peleando / con unos carpinteros, destrozaban / aquella mesa redonda que teníamos” mientras que en Segunda oscuridad “en el dintel grabó / el cantero los versos de Virgilio / tal como le pedimos” (sin que falte tampoco un carpintero, con nombre propio incluido). A menudo nos parece que incluso buena parte de los maestros poéticos son compartidos por ambos: no es que los dos citen a Machado (Antonio), aunque las referencias de García Valdés parezcan más extranjeras y aparezcan hasta cortometrajes búlgaros, sino que otros hilos más secretos se tejen en el telar de ambos. Incluso la actualidad y lo hodierno entran del mismo modo, un poco a trancas y barrancas, en sus poemas: el jilguero que Trapiello se pregunta si es reaccionario o progresista, patrullas policiales, controles en la noche en García Valdés.



Podría decirse que la diferencia está en el tono y sin embargo, en realidad, está en mucho menos que en eso: en la sintaxis. Mientras que Trapiello gusta de contar sus poemas, de buscar en ellos la naturalidad de una charla que acaba trascendiéndose (“Este es el hecho”, comienza uno de los poemas citados), García Valdés prefiere componer sus poemas como un mosaico al que le faltasen algunas teselas: fragmentos de un discurso más amplio, deturpado. Ambos tonos tienen su propio riesgo (no hay ninguno que no lo tenga): lo cursi, en el caso de Trapiello, que no esquiva un solo tópico (golondrinas, jazmines, cielos estrellados se amontonan en Segunda oscuridad sin necesidad de disculparse: Trapiello es un poeta pre-irónico) y la sensación de borrador en el caso de García Valdés, pues no siempre el decir entrecortado basta para renovar esos mismos tópicos que abundan en su libro del mismo modo que en cualquier libro de poemas (eso no es un demérito, sino algo inevitable).



Ambos libros requieren, de entrada, un lector cómplice, dispuesto a sumergirse en sus decires cercanos que buscan, en la naturaleza, la grieta de la emoción. Trapiello la describe; García Valdés la rodea, nos da lo que hay alrededor para que seamos nosotros los que pongamos el dedo en esa llaga. García Valdés busca evitar la obviedad y Trapiello, una emoción más directa. Será justo poner un par de ejemplos. El de Trapiello se titula “Jilguero”:



¿Es reaccionario o progresista el pájaro

que está cantando ahora

fuera del nido, entrado ya noviembre?

Este bendito sol debió de confundirle

con su dorada labia, y debió de creer

que eran de primavera tales doblas.

¿Y el sol es reaccionario o progresista

negándose a marcharse

a su cuartel de invierno?

Canta, jilguero, hasta llegar la noche,

articula en tu lengua lo que siente

tan a oscuras la fe,

la rara disonancia que extasía

hasta sacar el tiempo de su horma.

No lo hagas por mística ni gracia,

tan sólo por piedad, como le damos

el eco de la dicha en unos céntimos

al mendigo que pide para vino.

Y si te acuerdas ven también mañana

y dame lo que buenamente puedas:

la caridad no enjuga la injusticia

de tener que vivir sin tus canciones,

pero dime: sin ellas, ¿cómo haría?




El de Olvido García Valdés no tiene título:



el saltamontes en el muro blanco y al fondo

la cebada de abril -me estaba peleando

con unos carpinteros, destrozaban

aquella mesa redonda que teníamos-, ya han

brotado parras y rosales, en un mes

habrá azucenas florecidas -qué bien estoy aquí

era tanta la furia que me ahogaba sin que salieran

las palabras-, cantan menos los pájaros, es por

el mirlo, es la presencia del mirlo la que

falta, luna primera de la primavera y ese verde

de padecer y luz comiéndose los ojos




El lector escoja, aunque en realidad no tiene necesidad de hacerlo. Si les otorga su tiempo, descubrirá que ambos están llenos de auténtica poesía, esa que por turnos punza y reconforta. Uno piensa que la poesía no debe renunciar a buscar hondura y emoción, pero también que, escurridizas como son, nunca se encuentran en los lugares obvios. Que un poeta está obligado a poner el reloj de su tradición en hora con los grandes poetas también de los tiempos recientes, no sólo de los clásicos más o menos marmóreos, pero también que no basta con eso. He disfrutado estos libros y a la vez, ya ven, me he llenado de preguntas. Qué más se puede pedir.