Llega la pintura de Edward Hopper al museo Thyssen y es inevitable pensar en la larga lista de poetas que han escrito poemas sobre sus cuadros. Hopper es, en cierta manera, el negativo de Vermeer, y ambos coinciden en un poema de John Updike:



A la más pequeña, menos joven

Muchacha con la máquina de coser

nos la muestra, pálido perfil oscurecido por sus cabellos,

trabajando ante un muro naranja mientras el cielo

en columnas de puro azul

se mantiene a la espera tras la ventana.

Está sola y en silencio. La protagonista

de Habitación de hotel, casi desnuda, mira fijamente

una carta desdoblada sobre sus rodillas descubiertas.

Sus ojos y su rostro están en penumbra. El día

y su ruido sordo de tráfico invisible se mantiene afuera

de la habitación con paredes amarillas, en la que

un bureau nos bloquea el camino y el equipaje

espera a ser pronto deshecho cerca de un sillón

verde desgastado por el sol: felpa de los años treinta.



Hemos estado aquí antes. La luz oblicua,

la mujer sola y atrapada entre los planos

de la pintura. Algún misterioso testigo nos ha invitado

a respirar junto a ellas. La chica que cose,

la carta. Hopper dice: Yo soy Vermeer.


Ambos pintores (Vermeer y Hopper) comparten lo que Ungaretti observa en Vermeer: «las figuras no tienen ni pretenden tener majestad. Son personas que por costumbre no salen de sus límites prefijados […] Eso no quita nada de profundidad, es más, puede dar a su expresión una justa profundidad, la justa medida de la profundidad, esa medida que es ayuda indispensable para alcanzar una verdad que no supere la medida del ser humano».



Donde los cuadros de Vermeer invitan a la contemplación, al intento de condensar o absorber su luz, los cuadros de Hopper invitan a la narrativa, a desarrollar, a imaginar la historia de los personajes que aparecen en el cuadro. Sue Standing se fija en dos cuadros para elaborar sendos poemas de ambiente hopperiano: lo que distingue esta visión de Standing de otros poemas sobre cuadros de Hopper es que ella escribe sobre lo que mueve a las mujeres de esos cuadros, se instala en su intención. No narra su historia, sino su estado anímico. No desarrolla lo que los cuadros de Hopper proponen, sino que los traduce en poema.



House by a railroad



Le preocupan las lilas.

Aquello que puede ser salvado,

ella lo salva:

flores secas, bisutería sin brillo,

cajas medio vacías de crema facial.

Imagina a un hombre que grita desde el tren:

¡Las frutas del verano están aquí!

El sol atraviesa la casa como el silbido

del tren. Dentro, ella espera,

frunciendo la pesada luz de la tarde.

Algunas piezas de cristal

brillan en las ventanas.

La aspidistra, que nunca crece,

arroja sombras puntiagudas a sus pies.




Si para Tomas Tranströmer lo que Vermeer sugiere es: «Yo no estoy vacío, sino abierto» (en su poema «Vermeer» de su libro Para vivos y muertos, 1989) Hopper tal vez diría: «Yo no estoy abierto, sino vacío». Tanto que al poeta chileno Enrique Lihn sus personajes le parecen maniquíes, tan inmersos en su propia soledad que ni siquiera se acompañan de sí mismos. Dice así su poema «Edward Hopper», de su libro A partir de Manhattan (1979):



Historias ajenas al Acontecimiento

el lugar en que los hechos ocurrieron y/o van a ocurrir

eso pintó Edward Hopper

un mundo de cosas frías

y rígidos encuentros entre maniquíes vivientes

la luz extraterrestre con que empieza un domingo

sin fin o el resplandor de unos rieles crepusculares

eso pintó: un camino sin principio ni fin

una calle de Manhattan entre este mundo y el otro.




Los parecidos que construyen la hermandad entre Vermeer y Hopper no deben distraernos de la diferencia fundamental que los separa. Casi tres siglos no pasan en balde. Bonnefoy se pregunta si tiene sentido comparar a ambos pintores. Y resuelve que lo tiene, pero para distinguirlos:



"[...] encontramos en Vermeer esa misma impresión de retrato interrumpido: el geógrafo acaba de percibir una cosa, que no alcanzamos a ver, la joven acaba de recibir una carta, de la que nada sabremos; y también, en ambos pintores, esa misma disipación instantánea de nuestra curiosidad ante esos fugaces enigmas. Pero en el «maestro de antaño» (como diría Fromentin) esto es debido a que una realidad con más evidente riqueza que todo acontecimiento de la vida cotidiana penetra los signos del relato, distiende sus redes, evapora el sentido. Vermeer lo pinta todo de una manera tan precisa, tan plena, es tal la continuidad de persona a persona, de objeto a objeto (recordemos el encaje en aquel cuadro que Hopper debió contemplar en el Louvre) y tan apacible, en toda la profundidad de esta palabra, que esa interrupción del gesto y del sentido humanos, no puede sino resolverse en Dios. En lo que respecta a Hopper, después de algún periodo de confianza, éste no podrá encontrar lo absoluto sino en la pura luz, que enmudece más allá de las cosas, ni afrontar su propia existencia más que como un cuerpo extraño, que habría que borrar para que aquélla se expanda... En efecto, podría parecer absurdo comparar al creyente con el ateo, a aquel que sabe con aquel que busca. Pero presencia y ausencia son el mismo y único misterio por el que aflora el color y respira la forma. Y más vale el pintor del desamparo pero también de la nostalgia, que el orgullo del signo cuando no es más que un signo sobre una tierra que se disloca."