Estaría bien que algún editor se atreviera con una antología de poesía universal actual en marcha, es decir, no de nombres ya consagrados (cuántos de ellos, sin embargo, por editar en español comme il faut, de Vasko Popa a Miroslav Holub aunque, por lo que oigo por ahí, pronto tendremos buenas noticias sobre estos dos) sino de aquellos que, habiendo ya salido del cascarón adolescente, son autores de una obra considerable y aún en marcha. En esa antología (haría falta también quien fuera capaz de hacerla cabalmente, por supuesto) estarían muy bien la checa Katerina Runcenkova, el portugués valter hugo mãe o el macedonio Nikola Mazdirov, del que me atrevo a versionear los cinco poemas que ofrezco a continuación.



Nikola Madzirov nació en Strumica, Macedonia, en 1973, en el seno de una familia de refugiados de las guerras de los Balcanes. Autor de los libros de poemas Cerrado en la ciudad (1999), En algún lugar en ningún lugar (1999, de título más rotundo en el original, en asturiano sería Nayundes niundes), En la ciudad, en algún lugar (2004) y Piedra transladada (2007), por el que recibió el premio Hubert Burda, concecido a autores de la Europa central y del Este. También ha publicado algunos ensayos y traducciones.



De sus poemas ha escrito Adam Zagajewski que son «como pinturas expresionistas: compuestos con pinceladas rápidas y enérgicas que parecen emerger de la imaginación y regresar a ella, como animales sorprendidos en la oscuridad por los faros de un coche». Una selección de sus poemas traducidos al inglés puede leerse aquí.



DESPUÉS DE NOSOTROS

Un día alguien doblará nuestras mantas

y las enviará a la lavandería

para eliminar de ellas hasta el último grano de sal,

abrirá nuestras cartas y las clasificará por fechas

y no según la frecuencia con que fueron releídas.



Un día alguien reordenará los muebles de la habitación

como piezas de ajedrez al comienzo de una nueva partida,

abrirá la vieja caja de zapatos

en la que escondíamos los botones caídos de los pijamas,

las pilas no-gastadas-del-todo y el hambre.



Un día volveremos a sentir dolor de espalda

por el peso de la llave de una habitación de hotel

y la sospecha del recepcionista

cuando nos entrega el mando a distancia del televisor.



La piedad de los otros nos seguirá

como la luna a un niño vagabundo.





LO QUE HEMOS DICHO NOS PERSIGUE

Hemos dado nombres

a las plantas silvestres

en edificios abandonados,

hemos dado nombre a todos los monumentos

de nuestros invasores.

Hemos bautizado a nuestros hijos

con apodos cariñosos

tomados de cartas

leídas una sola vez.



Acto seguido hemos interpretado en secreto

firmas al pie de recetas

para enfermedades incurables,

hemos usado prismáticos para ver mejor

las manos que se agitan despidiéndose

en las ventanas.



Hemos dejado palabras

bajo las piedras que sepultan sombras

en la colina que guarda el eco

de los ancestros cuyos nombres no están

en nuestro arbol genealógico.



Cuanto hemos dicho sin testigos

nos perseguirá largo tiempo.



Los inviernos se han amontonado sobre nosotros

sin necesidad de que los mencionásemos.





COSAS QUE QUEREMOS TOCAR

Nada existe fuera de nosotros:



los embalses se secan

justo cuando estamos sedientos

de silencio, cuando las ortigas

se convierten en hierbas medicinales y las ciudades

vuelven al polvo en el cementario más cercano.



Todas esas flores en blanco y negro del papel pintado

de las casas que hemos abandonado

florecen entre historias impersonales

justo cuando nuestras palabras

se convierten en herencia no legada,

y las cosas que queremos tocar

en la presencia de una persona distinta.



Somos como un zapato robado

por una jauría de perros abandonados.

Nos abrazamos como cables enlazados

a través de los ladrillos vacíos

de casas deshabitadas.



Hace mucho tiempo que nada

existe fuera de nosotros,



y a veces nos llamamos:

sol, luz, ángel.





SILENCIO

En el mundo no existe el silencio.

Es un invento de los monjes

para escuchar cada día los caballos

y las plumas que caen de las alas.





HOGAR

Vivía en las afueras de la ciudad

como una farola cuya bombilla

nadie cambia cuando se funde.

Las telarañas mantenían los edificios unidos

del mismo modo que el sudor nuestras manos.

Escondía mi osito de peluche

en agujeros en muros de piedra

construidos de cualquier manera

para mantenerlo a salvo de los sueños.



Noche y día daba vida al umbral

volviendo como una abeja que

siempre regresa a la primera flor.

Cuando dejé la casa inauguré un tiempo de paz:



la manzana mordida no se había podrido,

en la carta había un sello con una vieja casa abandonada.



Desde que nací emigro a lugares silenciosos

y vacíos distintos se han ido pegando a mis suelas

como nieve que ignora si es

de la tierra o del cielo.