Antes que novelista, Houellebecq fue poeta. Sería injusto decir apenas que en sus poemas Houellebecq ensaya los temas que luego abordará en prosa: digamos, de forma más matizada, que aquí está la médula de su pensamiento, el núcleo central de su posición crítica ante la sociedad que luego desarrollarán sus novelas. Ahora Anagrama recupera su poesía completa.
La lucidez de la escritura de Michel Houellebecq tiene algo de visionaria: no mueve el dedo si no es para meterlo en alguna llaga. Y si no hay llaga, es su dedo el que la produce. Hay quien le tiene por un charlatán, a la mayoría les resulta algo antipático: gajes de haberse creado un personaje que, cómodo en su escritura de soflamas, incomoda.
"No temáis a la felicidad: no existe", escribe en su primer libro, pero el siguiente se llama aún La búsqueda de la felicidad. Houellebecq no es un poeta francés: su escritura no tiene nada que ver con la practicada por sus coetáneos en ese país. En realidad, Houellebecq no es un poeta, ni siquiera un novelista: escoge esas formas pero su tema no es la literatura. Lo que él pretende es que cada libro sea un bisturí que ayude a encontrar el sentido de la existencia. Es post-existencialista: todo lo que encuentra en su operación sin anestesia y no le sirve lo arroja sin el menor reparo a la basura. Vivir dolerá, pero buscamos arrancar ese dolor. Después de todo, Houellebecq es un escritor edificante. Sus formas tienen algo de poeta norteamericano on the road: repletos de cotidianidad ("Reptando por el colchón/de nuestro común alivio/ya no estoy del todo ahí,/no siento ninguna urgencia"), sus poemas son hebras de sentido, la estela que dejan las horas que pasan enredadas en un pensamiento fugaz, siempre con unas gotas de fiebre.
Las virtudes del Houellebecq poeta vienen precisamente de esa ausencia de vicios retóricos, incluso de su falta de respeto a la tradición del género. El "debe" cae también de ese lado: no faltan las ingenuidades (por más que alguna que otra sea pretendida) ni caídas en tópicos supuestamente poéticos o, incluso, si se quiere, "post-poéticos"; tampoco las torpezas. Pero el resultado final no sólo es una lúcida mirada sobre nuestra posición en el mundo, la constatación de lo perdidos que andamos en medio de nuestra búsqueda cotidiana, sino también una visión del género poético desprejuiciada que agradará a quienes busquen más grano que paja y horrorizará a quienes crean que un poema debe estar "bien hecho" y hablar de los tópicos de toda la vida. Los poemas de Houellebecq casi nunca huelen a naftalina."Somos prisioneros de nuestra transparencia", escribe Houellebecq. Sus poemas tratan de esa huida, de la huida de nosotros mismos. Lo cierto es que leerlos ayuda -no sin dolor- a soltar amarras. Y ¿para qué otra cosa debe servir la poesía?
La poesía, a veces, está donde no hay poemas. Hay un libro del poeta argentino Esteban Peicovich titulado Poemas plagiados que es un gran recordatorio de que la poesía está en todas partes y puede asaltarnos, desnuda de retórica, donde menos lo esperamos. En el prólogo a la primera edición explica Esteban Peicovich que “Mi padre -un obrero de lo real, y emigrante- solía dañar con inocencia al idioma castellano. Cuando un día, al saludar a una muchacha, comentó ‘es saludable, saluda a todo el mundo', pensé que estaba más cerca de la poesía que yo y muchos de nosotros”. Esas palabras de su padre reaparecen como cita puesta al frente de este libro que no lo es tanto de poemas plagiados como de “poèmes trouvés”: la base de la poesía es la realidad, y Peicovich se afana en encontrar poesía entre las cosas de todos los días. Y vaya que si lo logra: este es uno de los libros más hermosos y sorprendentes que hayan caído en las manos de uno, la demostración de que el parecido entre “ingenuo” e “ingenio” es menos casual de lo que pudiera parecer a primera vista.
¿Y dónde encuentra Peicovich esos poemas reales? En las declaraciones de un indio sioux a un etnólogo (“Todas las cosas tienden a ser redondas”, le dijo Alce Negro a Joseph Epes Browne), en la guía telefónica de Buenos Aires (“Entre mis vecinos de Buenos Aires hay miles de Pérez pero también tres Chaplin. Hay uno que se llama Bueno, hay otro que se llama Casanova y en el medio uno más que firma Malo”), en un periódico londinense (“Voy a suicidarme y así podremos volver a vivir como solíamos hacerlo”), en los anuncios del diario Clarín de Buenos Aires (“Jerseys para niños de lana”, “Camas para matrimonios de bronce”, “Sillas para niños plegables”), de los nombres dados por su hijo a una serie de dibujos del sol (“El sol de los saludos”, “El sol de los marcianos”...), de la explicación de un empleado de El Corte Inglés sobre las propiedades de una almohada (“Tras la noche, vuelve a su ser”)... Podría seguir hasta citar todos los fragmentos de este libro sin hacer justicia a su contenido. He aquí un libro que se lee con una continua sonrisa y que está lleno de verdadera hermosura y de sabiduría escondida.
Apenas en un momento yerra Peicovich: en una de las entradas copia el eslogan que Fernando Pessoa ideó en 1928 para la Coca-Cola, y lo traduce por “Primero extraña. Después es extrañable”, lo cual es traducción errónea del “Primeiro estranha, depois entranha” pessoano, que no tiene un equivalente en castellano pero cuyo significado literal es “Primero extraña, luego se entraña” o “se vuelve entrañable”, no extrañable. Quizás sea solo una errata. El slogan de Pessoa contribuyó, curiosamente, a que la Coca-Cola fuese prohibida en Portugal hasta la revolución de los claveles. El director de salud de Lisboa, el doctor Ricardo Jorge, justificó la medida diciendo que si la bebida contenía coca, como parecía sugerir el nombre, debía ser retirada del mercado, para evitar intoxicar a nadie; y si no la tenía, había que prohibirla también, por publicidad engañosa. En cuanto al slogan de Pessoa, le pareció que describía a la perfección el efecto que tienen los estupefacientes en quienes los consumen...
El prodigioso libro de Peicovich acaba con un divertido fragmento de conversación grabada con Borges en la que éste explica por qué no ve conveniente escribir él un prólogo para este libro. Alabado sea Peicovich, que devuelve la poesía -al menos durante un rato- al lugar de donde procede.