No corren buenos tiempos para las revistas culturales. Muchas han cerrado y otras tantas están abocadas a hacerlo en breve. Podemos echar la culpa a muchas cosas pero la más evidente es que no tienen lectores. Tal vez la política de subvenciones, ahora difunta, hizo que no se preocuparan mucho por buscarlos, y de ahí que no siempre la calidad de las revistas que llegaban a los quioscos o las librerías fuera alta. Pero el caso es que las revistas vivían su particular burbuja, una abundancia basada más en la subvención que en la venta directa, en la compra institucional que en lectores reales. En resumen: no han sabido hacerse necesarias.



Habrá quien eche la culpa a la irrupción de internet. Si uno piensa en la poesía, antes las revistas cumplían su función como un foro en el que cada uno presentaba sus últimos poemas, en el que convivían autores consagrados (quiera eso decir lo que quiera decir) con quienes daban a la imprenta sus primeros versos. En internet, su lugar lo han ocupado los blogs, sustituyendo la charla por el monólogo. En la revista, los poemas de distintos autores dialogan; en el blog, cada uno nos suelta su monólogo sin nadie que le frene o le matice. Esto, creo, es un empobrecimiento, aunque los poetas, ya se sabe, siempre han sido más de monologar. Una revista de poesía como lo fue Hélice, por ejemplo, urge en la poesía española. Tampoco andamos sobrados de revistas literarias más “generales”, aunque sí que de vez en cuando cae alguna buena noticia que otra. Estos días, Clarín llega a su número cien. Recuerdo aún el día que José Luis García Martín llegó a la tertulia Óliver con el encargo fresco de poner en marcha una revista que tomara el relevo de los míticos Cuadernos del Norte. El encargo venía de parte de Graciano García, por aquel entonces factótum de la Fundación Príncipe de Asturias y de Ediciones Nobel. La libertad sería total y la única condición que, creo recordar, puso JLGM era bien sencilla: los colaboradores cobrarían, pero él no. La aparición de Clarín afectó al que entonces era órgano escrito de la tertulia, la revista Reloj de arena, que no tardaría en desaparecer. Pero el cambio sin duda mereció la pena.



Son ya cien números en los que nunca han faltado un puñado de poemas originales, de traducciones, de prosa viajera y erudita, de paliques. Probablemente, del lado de esta sección crítica caiga el único fracaso de la revista: recuerdo bien que el empeño inicial de su director era que nadie aprovechase para dar palmaditas en la espalda a sus amigos, que las críticas fueran sinceras, elaboradas y directas, que nadie tuviera miedo a cargarse a un autor conocido si creía que lo merecía y era capaz de razonarlo y que las loas vinieran siempre de quien no fuera sospechoso de estar pagando o mereciendo algún favor. Esto, desde luego, no se ha conseguido, pero en descargo de la revista y de su director (poco sospechoso de cualquiera de estos pecados, más bien del contrario: nunca he conocido a nadie que con tanto incomprensible empeño se vanagloriase de cada nuevo enemigo, de cada vieja amistad perdida) debe decirse que el medio crítico español es así de pusilánime, siestero y roncón: en este país, de momento, no hay otra cosa que hacer. Si algo no te gusta, mejor te callas, que nunca sabes quién va a dirigir mañana un ciclo de lecturas o un panfleto municipal. Culpa no sólo de esos críticos, sino también de los autores (cuando ambos no son una misma cosa) incapaces en su mayoría de entender una crítica como un asunto de discusión literaria y no de ataque personal.



Sólo eso en el debe. La lista de lo que nosotros le debemos a Clarín es mucho más amplia. Siempre es un cofre abierto a nuestra curiosidad. Lo mismo ha sido el primer lugar en el que hemos leído unos inéditos de Bécquer que el que se ha atrevido a poner en solfa la autenticidad de tal o cual clásico o autoría castellano o catalán. Hemos descubierto a poetas nuevos y leído anticipadamente los versos nuevos de los que ya nos gustaban. Biografías y viajes, acercamientos y alejamientos... Larga vida a Clarín, como a Turia, como a tantas (pocas, pero resistentes) revistas que nos hacen más llevadero el vacío que nos queda entre libro y libro.