Charles Simic (Belgrado, 1938) emigró a Estados Unidos en 1954, donde reside desde entonces y se ha convertido en uno de los poetas más importantes e influyentes. Los lectores habituales de este blog ya lo conocerán, así que, sin más presentaciones, traduzco a continuación algunos de los poemas inéditos incluidos en el recién aparecido New and Selected Poems (2013).



Las cosas me necesitan

Ciudad de sillas mal amadas, de pantuflas, de sartenes,

vuelvo a ti a toda prisa

adelantando a todos los coches de la autopista,

recorro con mis brillantes faros

tus calles vacías y oscuras.



Oh seres despiadados que no podéis esperar

a ir a la playa mañana por la mañana,

¿qué pasa con las foto en blanco y negro de los abuelos

que abandonáis?

¿Y con los espejos, las plantas en las macetas y las perchas?



Muerto despertador, jaula vacía, piano que nunca he tocado,

yo seré vuestro camarero esta noche

listo para tomar nota de vuestro pedido

y vosotros seréis mis distinguidos comensales, 

cada uno con una historia que contar. 



Fantasmas persistentes

Dadme una larga noche oscura sin sueño

y visitaré cada lugar en que he vivido,

comenzando por la casa en que nací.

Me sentaré en el sombrío dormitorio de mis padres

esforzándome por oír el tictac de su despertador.



  Deambularé por el viejo barrio buscando a mis amigos,

entraré en los patios abarrotados de basura donde los árboles

parecen lisiados de guerra con muletas,

me detendré junto al tocón del árbol alrededor del que mi abuela

hacía correr sin cabeza a gallos y gallinas.



  Un gato negro surgirá de entre las sombras

para restregarse contra mi pierna

y hacerme saber que será mi guía esta noche

en esta calle de edificios derruidos,

rostros perdidos y unos pocos fantasmas persistentes. 



 

La soledad en los hoteles

A los que vas para esconderte de todo el mundo

en una ciudad a la que la gente va por otras razones,

en una habitación con un cartel de No Molestar

colgado de la puerta día y noche

mientras te sientas en ropa interior

mirando fijamente la pantalla apagada del televisor durante horas



esperando a que pase la medianoche para escurrirte

tras el mostrador de recepción y visitar

algún turbio antro del vecindario

donde tomar una cerveza o dos y comer algo

y después un paseo por las calles oscuras y desiertas

sin prisa ni dirección alguna



  antes de regresar a la cama al amanecer

para tumbarte despierto a escuchar la lluvia

mientras las hojas del otro lado de la ventana

adquieren el color del fuego, ese fuego que leíste

que comenzó un muchacho en la iglesia

para impresionar a su pálida y silenciosa novia.