Me afea un amigo —con razón; los amigos siempre afean con razón y envejecen sin ella— que rara vez en estas entradas mías semanales y volanderas dejo hablar a otros, cuelgo poemas ajenos, como no sea traducciones, en donde al final sale uno también haciendo de ventrílocuo. Así que he pensado ir trayendo aquí, de cuando en vez, voces invitadas, con el criterio escueto que a continuación expongo: pediré algunos poemas inéditos a los poetas por los que tenga curiosidad, a aquellos que quiera saber en qué andan en ese momento. E intentaré, además, no ser obvio, si es que se puede.

El primer poeta invitado de esta sección invitada es el toledano Hilario Barrero (1948), afincado en Nueva York desde finales de los años 70. Es más fácil que le conozcan por sus magníficas traducciones de Ted Kooser o Jane Kenyon (tradujo también una selección de prosas venecianas de Henry James), o por su antología del poema breve norteamericano Lengua de madera, una verdadera joya editada por La Isla de Siltolá. También ha publicado ya varios tomos de un diario que alterna cotidianidad y hondura como sólo ocurre en los mejores poemas. El último de ellos, Nueva York a diario, lo dio a la imprenta la editorial Impronta (valga la redundancia) hace apenas unos meses, y leerlo es como pasar una temporada no en Nueva York, sino siendo neoyorkino, que es cosa muy distinta. Es más fácil, ya digo, que le conozcan por cualquiera de esas cosas que por su poesía, pues sus dos libros editados, In tempore belli (1999) y Libro de familia (2012) aparecieron en una editorial pequeña, el primero, y el segundo, en realidad, casi ni apareció, de tan escasa distribución que tuvo. Por eso he querido que sea el primero en venir aquí, para acercar a algún posible despistado a una poesía que es clara y cotidiana pero también honda y compleja, porque esas cosas, en poesía, nunca han sido opuestas. Ojalá estos poemas les digan tanto de ustedes mismos como a mí me dicen de mí.

 

Tres poemas de Hilario Barrero

Cuarto oscuro

Una caja con olor a membrillos maduros

que no cierra porque la infancia se llevó la llave,

empañó los espejos y la noche desgastó la madera.

Un joyero que protege doce piedras que fueron nuestras arras,

arena en tu mirada aquella tarde.

Un arcón con cajones secretos que guardan nombres,

fechas, cicatrices, días de réquiems y cantos funerales.

Un cofre que defiende tu nombre y la clave que te dieron

lejos de tu ciudad aquel verano del setenta y uno

cuando de prisa te midieron el cuerpo en el asfalto.

Un cajón de madera que encierra nuestra historia de amor

y cabe en el oscuro bolsillo del olvido.

 

Séptimo viaje a Tui

Comienza la mañana: Huele a leña quemada

y un incendio de hortensias se extiende por la sombra.

Tía Gloria que no te reconoce

parece que viviera en el infierno, deshuesada y perdida.

Viejas casas de piedra enseñando sus fustes,

casas con pies de plomo y tejados de seda.

Cierra el bazar Colón, —vajillas para bodas,

porcelanas barrocas, copas de cristal fino—: el final de una historia.

El reloj de la iglesia da la hora. Mediodía.

Los mismos rostros por los soportales,

puertas sin aldabones, el quiosco de música vacío,

la misma vida caminando junto a la misma muerte,

inmóvil  el torno del convento, santos decapitados en el claustro,

cruces, mitras y borrosas reliquias

se empañan de humedad en el pequeño museo diocesano.

La misma lluvia persistente llamando en los cristales,

dando espesor al musgo en los cruceros.

Como si fuera la primera vez

caminamos el puente de hierro sobre el Miño

que arrastra hierbas y arranca al cieno su temblor más hondo.

Atardece al llegar a Valença y una cruz de madera

clava su espesa espada en la cal de una iglesia.

Desde una fortaleza portuguesa se ofrece Tui desnuda y vulnerable.

Aquí somos dos sombras que caminan lentamente deprisa:

tú abrazado a una estatua de piedra

y yo amurallado al frío de tu abrazo.

 

 Bienaventuranzas

Salimos con luz

y volvimos de noche.

Regresamos con nieve, casi ciegos.

Salimos vestidos

y volvimos desnudos.

Regresamos con marcas y sin tacto.

Salimos lavados

y volvimos con sangre.

Regresamos con la razón turbada.

Salimos con vida

y volvimos sin ella.

Regresamos sin tener donde ir.