El último premio Reina Sofía de poesía, el poeta portugués Nuno Júdice, tiene un nuevo libro de poemas, titulado Navegação de acaso (Navegación sin rumbo). Traduzco a continuación algunos poemas del libro, en el que Júdice vuelve sobre sus temas más queridos añadiendo siempre matices nuevos. Siempre reconocible, nunca repetitivo, leer poemas nuevos de Júdice es releer lo cotidiano conocido descubriendo siempre matices nuevos. Como un nuevo día, cada nuevo poema suyo.  

Canto rústico Limpio de tedio mis ojos para recibirte, oh primavera, y un diluvio de nomeolvides me hace regresar a la estación de las lluvias, oír el correr de las aguas con impaciencia de estuario. Lanzo la piedra del otoño contra el ángel ciego de la madrugada y sus alas se extienden bajo las nubes descendidas hasta el campo donde la pastora que se perdió del rebaño me pregunta el camino hacia el último claro del valle. Me siento a su lado bajo el fresno antiguo y el viento convaleciente del temporal le seca las lágrimas mientras la despojo de su túnica de égloga para que su cuerpo beba un licor de pétalos adormecidos. “En estas encrucijadas, el amor vendrá a vuestro encuentro, ¡oh amantes inciertos! Traerá en sus manos las cálidas cenizas de un vago deseo y os pedirá que las recojáis para que un fuego de imágenes os empuje a uno contra el otro!”. Fue lo que me contó la pastora con su ronca voz de noche; y me hizo hojear las páginas de su cuerpo en busca de un verso olvidado como si lo pudiera esculpir en su piel. Pero sus manos apresaban el tiempo y sus ojos me abrieron el laberinto al cual me llamó con la invitación impaciente de las amadas sin destino, esas que dejaron en el horizonte sin niebla el surco de un reflejo. No encontramos el rebaño, el fresno perdió y recuperó las hojas sin que nos diéramos cuenta. De nuevo los cielos opacos trajeron el peso de su negrura y un enjambre de astros renovó el sueño de lo infinito en torno a sus cabellos. En ese claro en que su voz suspendió el tiempo alcé el velo de su rostro y leí en sus labios una súplica de sombra y todas las sílabas de una ofrenda efímera.   Sol invernal Sentado al sol, un día frío de invierno, el hombre espera a que las nubes lleguen. Con ellas vendrán las noticias del norte, el sonido de antiguos vapores al entrar en el muelle, el pregón de quienes venden los primeros periódicos del día, los gritos de las criadas en el patio ahuyentando las gallinas y los muchachos que venían a espiarlas, la voz sofocada de la muchacha en lágrimas en los escalones del confesionario y las campanas que llamaban a misa y traían, tras ellas, el ladrido de perros vagabundos en jaurías por medio de los campos. Pero el sol que calienta el día de invierno parece alejar las nubes; los vapores se hundieron en el muelle de una oda marítima; los periódicos fueron quemados por vagabundos que necesitaban entrar en calor; las criadas envejecieron y en sus ojos secos por la edad murió el deseo de los muchachos; y la muchacha que salió del confesionario secándose las lágrimas aún deshila las cuentas de un rosario perdido hace mucho. Y el hombre sentado al sol en un día frío de invierno pregunta en qué campo se perdieron las jaurías de perros vagabundos e intenta oír, más allá de los edificios de la ciudad, los ladridos que se confunden con el repique de las campanas que llena de nubes su espíritu.   El cristo olvidado Allí, en aquel fondo de iglesia, en la pared más blanca y más desierta, al frío de la noche, iluminado apenas por un resto de luz que viene de la lámpara encendida en la calle, el crucificado se esconde. Ya nadie va a aquel desván, nadie sabe quizás que aún está ahí y sin embargo ese es su lugar. Solo, reza para que nadie le vea, para que nadie le pida nada: ¿qué respuesta podría dar a quien lo buscase? ¿Qué promesas encendería en la mirada de los desesperados? ¿Dónde encontraría luz para quien vive en la oscuridad? Pero allí está; y cuando pienso en él me pregunto si no debería descolgarlo de aquella pared o, al menos, si no debería ir hasta ese desván, mirarle a los ojos blancos de la muerte y consolarlo, por poco que sea, con mi presencia.   Antropofagia humanitaria En las ciudades de casas de madera y calles de tierra batida, los indígenas venden zumo de coco a los funcionarios que vienen del continente y una adolescente vestida de hierbas aromáticas les canta una balada con la música del mar al fondo. Los funcionarios se embriagan con su voz, apartan los abrigos y las carpetas y corren tras de ella hacia la selva donde son hechos presos por las tribus desnudas que, después de zampárselos, mandan a otra adolescente vestida de hierbas aromáticas a la ciudad de casas de madera y calles de tierra batida, donde ella espera a que lleguen otros barcos que traigan otros funcionarios que irán tras su canto, sólo para verla desnudarse e lanzar su vestido de hierbas aromáticas al agua que ya hierve, a su espera, para que las tribus desnudas se los zampen.   La noche de verano Una noche antigua de verano en que todas las estrellas brillaban en su lugar cierto, esa noche de calor oí las ranas en el agua de los arrozales. Las nubes de mosquitos cubrían el camino por donde te vi pasar, descalza, corriendo sobre la tierra hasta el patio de la casa cerrada donde sólo vivían los fantasmas, esperando que les abrieras la puerta para atravesar el campo de los ahorcados. Pero tú no los viste, y seguiste corriendo hasta la estación donde ya ningún tren se detiene, y fuiste hacia el rincón más oscuro del jardín, quitándote la blusa para liberar el pecho del calor de la noche y ofrecer a las estrellas las puntas de los senos.