No es que Juan Andrés García Román (Granada, 1979) sea a estas alturas un poeta sobre el que haya que poner ningún acento: sus dos libros últimos, El fósforo astillado (2008) y La adoración (2011, ambos publicados por DVD ediciones) han sido bombazos de imaginación, descaro y falta de prejuicios, que gracias a su falta de miedo al sentido del ridículo han ido más allá de todos los lugares comunes para regalarnos poemarios muy bien tramados, complejos y la vez humildes, ejemplos prácticos de que hay que replantearse a cada paso cuanto damos por sabido.

 

Con gusto adelanto hoy en este blog tres poemas del que será su próximo libro a modo de regalo de reyes. Y que tengan ustedes muy feliz año.

 

 

Réquiem y fuga muy lejos

Cuando mañana me despierte y no vea

la cama de mi hermano

paralela a la mía como un signo de igual

ni su cuerpo en ella como un parterre

ni su rostro y sus gafas como flor de ese parterre,

 

cuando las plantas de nuestros pies no señalen el amanecer.

 

Cuando mañana me levante

y me saquen sangre en una sala blanca para siempre,

cuando me pongan una pulsera de goma

y al final del brazo del sillón

se cierre un puño y se abra una mano

como soltando algo o como

tomando prestado algo al Señor.

 

Cuando mañana me levante temprano para ir al colegio,

pero a mi pupitre esté sentada la muerte niña.

 

Cuando, al ver la sombra que proyectan los objetos,

me ponga triste otra vez y, entonces,

por escapar de la vida, meta la cabeza en la soga

pero el resto del cuerpo no quepa

y me quede colgando del cielo

 

y contemplando

 

la cabeza del cuerpo del Señor,

las rodillas del cuerpo del Señor,

el corazón del cuerpo del Señor.

 

Cuando mañana suene el despertador

 

pero la luna podrida tenga un gusano,

cuando llueva tanto que se me encharque

el pulmón y, entalleciendo en él, la primavera,

como un grano de mijo que lleva al crecer su cáscara,

me impulse junto a mis maestros viejos,

los que echaron la rama de un bastón

y murieron goteando en las cátedras

de un colegio futuro

 

y un recreo de niños albinos y felices.

 

 

Ramo de capullos

Los poetas románticos lanzan

miradas oblicuas a sus obras póstumas,

sus cartas se rozan en el buzón

como caricias en el dorso de las manos,

no les acaba el tórax en abdomen

sino en un fino tallo

que se une a otros tallos

dentro de un anillo.

 

En los bolsillos de su chaqueta

se busca la mano de Napoleón.

Los poetas románticos

tienen cocido el pelo y sus ojos

picotean la esquina de las gafas

como en una pecera. Sin duda

prefieren la luz zombi del atardecer,

que es la hora en que toman la pluma

y escriben las soflamas

contra sus archienemigos de un poco más abajo,

los poetas que hablan de flores

(y a los que la boca les huele a agua de jarrón).

 

Lo que los poetas románticos no saben

es que ellos mismos,

y los otros también, son flores secas

de un ramo en una alcoba de viuda,

y que el capullo que no ha abierto

y en cuya cabeza depositan todas sus esperanzas

estilísticas, nunca va a abrir,

que el cosquilleo de la brisa

es sólo el rumbo de una mosca en la nuca.

 

No lo saben, pero lo sabrán

esta misma noche,

cuando la viuda salga a la chirriante puerta

y los coloque, junto a otros trastos,

bajo las estrellas que no paran

de crecer.

 

 

Mes de febrero de un solo día

Tlán-tlán tlan-tlán la campana

gira como la falda de una mujer mecánica

llamando a sus gallos mecánicos.

Éstos se vuelven en lo alto de las casas

y la miran y miran al cielo que se ha puesto color ponche.

 

Porque los días ya se notan, los pájaros se visten

un traje progresivo de tarde y ¡¡Brrhhhmmm!!

cuatro relámpagos

le dan al cielo forma de alambrada.

 

Niños Cof-cof herrumbrosos

juegan herrumbrosamente en los charcos, luego

vuelven a casa de tu mano, aunque

su brazo en realidad es una ramita.

 

Porque a la velocidad de una manzana

que se oxida, el sol sale y se pone. Se notan los días.

Cri-cri-cri eructa el campo de cebada, y la primavera,

como un abrigo caro que se ha puesto de pie

porque le aplauden, crece y camina

con los botones abiertos

hacia las aldeas,

la alcoba con la cama

 

de fiero baldaquino

y un soldado a la puerta, desde donde

el bisuabuelo urga en el otro mundo

con su uña amoratada

y luego ZZzzzz ZzzzZz bosteza,

se müere y bosteza.