[caption id="attachment_643" width="166"] Camillo Sbarbaro[/caption] Con la esperanza de convertirlo en una pequeña tradición, durante este agosto de nuevo este blog les ahorrará mi cháchara habitual para ofrecer versiones (mías, eso sí; nada es perfecto) de poetas de aquí y de allá para viajar, al menos, en verso. ¡Buen viaje! Camillo Sbarbaro (Italia, 1888-1967) Calla, alma mía... Calla, alma mía. Son estos los días tristes en que sin voluntad se vive, los días de la espera desesperada. Como el árbol despojado en medio del invierno que se entristece en el desierto patio dudo que a mí me queden ya hojas o haberlas tenido siquiera algún día. Andando por la calle así de solo entre la gente que me empuja sin verme me parece estar ya de mí mismo ausente. Y me apiño para oír qué es lo que ocurre y me deslumbra cualquier escaparate y me vuelvo ante el susurro de cada falda. Por la voz de un ciego contador de historias, por el imprevisto relámpago de una nuca me caen de los ojos necias lágrimas, se me encienden los ojos de codicia. Pues toda mi vida ocurre en mi mirada: todo cuanto pasa la conmueve como un viento débil al agua muerta. Soy como un espejo resignado que refleja cualquier cosa por la calle. Y dentro de mí no miro porque nada encontraría... Y, llegada la tarde, en mi cama me tiendo como en un ataúd. Edwin Brock (Inglaterra, 1927-1997) Cinco maneras de matar a un hombre Hay muchas formas rebuscadas de asesinar a un hombre. Puedes obligarle a que cargue con una cruz de madera hasta la cima de una montaña y, una vez allí, clavarle a ella. Para que esto salga bien hace falta una muchedumbre que calce sandalias, un gallo que cante, un manto para disecarlo, una esponja, un poco de vinagre y un hombre capaz de martillear los clavos en el punto preciso. Otra forma es buscar un trozo de acero de forma y hechuras tradicionales con el que atravesar la jaula de metal que lo protege. Si te decides por esta, necesitarás cabellos blancos, árboles ingleses, hombres con arcos y flechas, al menos dos banderas, un príncipe y un castillo donde celebrar el banquete. Si no eres escrupuloso, entonces también puedes, si el viento lo permite, asfixiarlo con gas. Para esto necesitarás: una milla de fango tallada por trincheras, botas negras, cráteres de bombas, más fango, una plaga de ratas, algunas docenas de canciones y unos cuantos sombreros circulares hechos con acero. En una época con aviación, puedes desde luego volar muchos metros por encima de tu víctima y liquidarla con tan solo pulsar un botoncito. Todo cuanto necesitas, en este caso, es un océano que os separe, dos sistemas de gobierno, a los científicos del país, algunas fábricas, un psicópata y un trozo de tierra que nadie vaya a necesitar durante algunos años. Estas son, ya lo dije al principio, algunas formas rebuscadas de matar a un hombre. Pero hay otra más sencilla, directa y mucho más limpia: asegurarse de que vive en algún lugar del siglo XX, y dejarlo ahí. Dom Moraes (India, n. 1938) Teatro El público parece hacer muerto; programas caídos en los pasillos, funciones conclusas. Acabadas de forma aburrida, pues el aplauso aquí no está previsto. Si hay conflictos en marcha, deja pasar el vaso. Acaricia al compromiso mientras se va al lugar de las confrontaciones, pues tus párpados titilan por soles no perdidos. Lealtades invocadas, incluso aquellas perdidas, incluida cierta petulancia hacia los barcos que parten. Si las analizas en función de las lágrimas, las lentes secas se mantienen en una desesperación finigida, en un adiós no dicho. Corregida la figura, los labios abandonados flaquean en necesarios lugares comunes: palabras deshidratadas, silencios abandonados. Nunca antes una ternura semejante. La colaboración triste de los amigos en este teatro inacabado de vidas a retazos perdidas, de las que no vuelves a saber. Preámbulos larguísimos para finales absurdos. Dezsó Kosztolányi (Hungría, 1885-1936) Treinta y dos años Tengo ahora treinta y dos años. Es verano. Quizás el verano que esperaba. El sol, con su luz dorada, golpea mi rostro bronceado de salud y, lentamente, con mi traje blanco, camino. El humo del tabaco amarillo de mi pipa es azul y pálido. En un banco del jardín, bajo los árboles, mi mujer duerme dulcemente. A la entrada, mi hijo. Los ojos una llama azul, gran cabeza rubia. Suave boca de sueño, que acaricia un hilo de leche tibia. Tarde salvaje, la tierra abrasa. Flores ebrias y zumbido de avispas. Esto murmuraré en la agonía: era verano. Y la felicidad se fue a otra parte. El sol golpeó con su luz dorada mi rostro bronceado de salud y, lentamente, con mi traje blanco, caminé. El humo del tabaco amarillo de mi pipa era azul y pálido. En un banco del jardín, bajo los árboles, mi mujer dormía dulcemente. A la entrada, mi hijo, los ojos una llama azul, gran cabeza rubia. Suave boca de sueño que acariciaba un hilo de leche tibia. Era una tarde salvaje y abrasadora. Flores ebrias y zumbido de avispas.
Vacaciones poéticas 2
11 agosto, 2014
06:00