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Si Jordi Doce (Gijón, 1967) no existiera, habría que inventarlo. Poeta, aforista, traductor de referencia, ensayista, editor, es, por desgracia (para todos los demás), un caso excepcional en nuestro panorama poético: un creador generoso que lejos de centrarse únicamente en su obra ha estudiado y divulgado la de muchos autores que o eran desconocidos, o eran mal conocidos entre nosotros.
Llegan ahora a las librerías dos volúmenes que de algún modo condensan su labor. El primero es la antología poética Nada se pierde (Prensas Universitarias de Zaragoza, en la colección La gruta de las palabras dirigida por Fernando Sanmartín). Doce resume, en 77 poemas, 25 años de trayectoria poética, incluyendo unos pocos inéditos. Lo hace dividiendo esos años en ciclos, atendiendo, con muy bien criterio, menos a la “representatividad” (sea eso lo que sea) de los textos en relación a su obra que a su calidad; el resultado es la quintaesencia de una de las obras poéticas más exigentes y originales publicadas por estos pagos en los últimos tiempos. Difícil aplicar la crítica hidráulica (ya saben, de fuentes) a un autor con un conocimiento tan amplio de las tradiciones poéticas. Doce se identifica con los poetas que buscan la dicción exacta (nada encontrará aquí el lector de palabrería vana o “bonita”) anclada a un tiempo y a un lugar.
No faltan las coordenadas en los títulos o en el interior de los poemas, pero sobre todo en la forma que tiene de describir la geografía del momento único que da lugar al poema; los versos de Jordi Doce, que a menudo parten de un detalle, siempre dibujan, a partir de ese detalle, un mundo complejo, como una secuencia de adn. Seco pero no arduo ni escaso, inteligente pero no vacuamente abstracto, Jordi Doce es un poeta reflexivo en el mejor sentido de la palabra; se plantea las preguntas correctas a sabiendas de que a menudo la respuesta no es más que una nueva pregunta que sigue la cadena. Algo de poética tiene, por ejemplo, “Monósticos, XI”, buen ejemplo de una de las muchas técnicas a las que recurre Doce, el (auto)retrato:
Sabía ver el mundo como si no estuviera en él.
Olvido, indiferencia, estas eran sus señas.
También piedad, a veces, una extraña ternura.
El piloto parpadeaba a veces, con desgana.
No era cosa que debiera inquietarle.
Según el plan en curso, sobraban las urgencias.
Sin embargo, sentía un eco de los antiguos vínculos.
Algo se removía a tientas allá dentro.
Corrigió una palabra de su informe y se puso a esperar.
Siguió esperando mientras la Tierra giraba.
Si las piezas debían encajar, él no veía cómo.
El otro libro de Jordi Doce que llega a las librerías ahora es la reunión de entrevistas literarias titulada Don de lenguas (Confluencias). En ellas se recogen entrevistas (a veces en colaboración) a Philippe Jaccottett, Caballero Bonald, Umberto Eco, Nooteboom, SeamusHeaney, Paul Auster, Adam Zagajewski y John Burnside (estos dos últimos a dúo). Como entrevistador, Doce pertenece a la estirpe de quienes saben escuchar y tirar del hilo; hace avanzar la conversación sin entorpecer, y se esconde de forma que su buen hacer es transparente, pero no pelea por imponerse sobre la voz de aquellos a quienes escucha. El libro está lleno de páginas reveladoras sobre la poesía (como el aserto de Nooteboom contra la poesía poética) y la realidad política. Un libro del que se aprende a cada paso, con el que conversar en silencio.
Si Jordi Doce no existiera, habría que inventarlo. Por fortuna existe, y trabaja sin descanso en libros como estos dos que nos llegan ahora y que duran mucho más allá del tiempo de la lectura.